La lucha contra la ley británica de comportamiento antisocial.
Las
nimias libertades del consumismo nos han hecho inhumanamente pasivos. Hemos
olvidado qué es la libertad y cuán fácilmente se pierde.
George
Monbiot
http://www.monbiot.com/
The
Guardian, Londres, Enero 20, 2014.
Traducción castellana
de David Gutiérrez-Giraldo, autorizada por el autor: CP 01/04/2014.
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El
problema casi no ha cambiado desde la época de Rousseau, pero el misterio sigue
ahí. ¿Por qué, cuando la mayoría de nosotros goza de más libertad que casi cualquier
generación anterior –libertad de la tiranía, libertad de la esclavitud,
libertad del hambre-, actuamos como si no la tuviésemos?
Hago
esta pregunta movido por el descubrimiento de que el partido laborista ha
atacado el instrumento menos liberal y más opresivo que haya propuesto ningún
gobierno reciente –las acciones judiciales previstas por la ley de
comportamiento antisocial para prevenir perturbaciones y molestias-, pero no
porque sea draconiano sino porque no es lo suficientemente draconiano. La
medida fue rechazada definitivamente por la Cámara de los Lores la semana
pasada. Pero si el gobierno intenta revivir esta monstruosa propuesta en la
Cámara de los Comunes el mes entrante, es probable que los laboristas se
limiten sólo a insistir en que la medida es demasiado tímida.
¿Por
qué toleramos una política que no ofrece una alternativa efectiva y que opera,
en gran medida, a instancias de los grancapitalistas, del poder corporativo y
la intimidación mediática? ¿Por qué, en unos tiempos en que nadie es torturado
y ejecutado por criticar a quienes detentan el poder, hemos dejado de generar
alternativas viables?
Este
año es la primera vez que la mayoría de los miembros del Congreso de Estados
Unidos son millonarios. A medida que son más los representantes ricos, las
leyes que aprueban aseguran que ejercen cada vez menos poder sobre los ricos y
más poder sobre los pobres. Sin embargo, según señala el Centro de Políticas
Responsables, “nuestro deseo de elegir políticos ricos para que representen
nuestros intereses en Washington no ha cambiado.”
Parece
que tenemos una capacidad casi ilimitada para sentarnos de brazos cruzados a
observar cómo los plutócratas se apoderan de la vida política; cómo se destroza
la biosfera; cómo se eliminan servicios públicos o son entregados a la empresa
privada; cómo son presionados los trabajadores a celebrar contratos de cero
horas. Aunque hay unas pocas, maravillosas excepciones, en general la protesta
es acallada y las alternativas desdeñadas sin ser siquiera examinadas
previamente. ¿Cómo hemos adquirido esta pasividad sobrehumana?
La
cuestión no se circunscribe a la política. En casi todo el mundo parecemos
conformarnos con llevar una vida mediatizada, una contra-vida de relaciones
pasajeras e ilusorias, placeres de segunda mano y atomización sin
individuación. Quienes tienen algún ingreso disponible son extraordinariamente
libres en comparación a casi todos nuestros antepasados, pero tendemos a actuar
como si estuviésemos sometidos a arresto domiciliario. Con lo que la mayoría de
nosotros gasta en entretenimiento casero, probablemente podríamos comprar un
caballo y jugar buzkashi todos los
fines de semana. Pero preferimos quedarnos mirando una caja iluminada, mirando
cómo otra gente grita y da saltitos. Nuestro obstáculo político es un aspecto
de una inhibición mayor: no estamos siendo libres.
Aquí
no estoy hablando de libertades hipotéticas: de la libertad de los
multimillonarios para no pagar sus impuestos, de la libertad de las empresas
para contaminar la atmósfera o inducir a los niños a fumar, ni de la libertad
de los propietarios para explotar a sus arrendatarios. Debemos reconocernos la
dignidad que nos debemos mutuamente. Pero hay bastantes libertades que podemos
ejercer sin menoscabar las ajenas.
Si
les hubiesen preguntado a nuestros antepasados qué sucedería en una época de
prosperidad generalizada en la que la mayoría de las prohibiciones religiosas y
culturales hubiera perdido vigencia, ¿cuántos habrían adivinado que nuestras
actividades favoritas no serían las reuniones políticas, las orgías de
enmascarados, los debates filosóficos, cazar jabalís o surfear olas gigantescas,
sino comprar cosas y mirar a otros que aparentan ser felices? ¿Cuántos de ellos
habrían previsto una conversación nacional –en público y en privado- que girase
en torno a las tres Rs: renovación, recetas y recursos? ¿Cuántos de ellos
habrían imaginado que personas que tienen riqueza y ocio y libertad
inimaginables, consumirían su tiempo comprando anteojos para picar cebolla y
exprimidores de germen de trigo? El hombre nace libre y en todas partes está
metido en almacenes de cadena.
Hace
pocos años, un amigo explicaba cuánto se había deprimido mientras intentaba
encontrar una pareja estimulante en sitios de encuentro en internet. Siempre
tropezaba con la misma frase, usada repetidamente por docenas de las mujeres
que buscó. “Nada me gusta más que una noche en casa, en el sofá, con un vaso de
vino tinto y un buen DVD.” El horror que sentía no se lo producía tanto la
preferencia como su repetición: “la incapacidad de aprehender las posibilidades
de auto-diferenciación.”
Le
escribí la semana pasada para ver si algo había cambiado. Sí: se había dejado
caer en un remolino que lo abatía. Se vio con 18 mujeres en 2013, buscando “el
flechazo que hace que uno vuelva a pesar de que la experiencia, como un todo,
no aporta nada que valga la pena tener. Mi vida ... está comenzando a bailar al
ritmo de internet, de deseo satisfecho inmediata y levemente.” Buscaba a
alguien que no estuviese atrapado en el molino del placer y quedó atrapado en
el molino del placer.
¿Podría
ser esto –la satisfacción inmediata del deseo, la facilidad con que podemos
encontrar comodidad- lo que nos despoja de mayores libertades? ¿La comodidad
extrema entorpece la voluntad de ser libre?
Si
esto es así, se trata de un hábito aprendido a edad temprana y a base de
errores. Si los niños están atados a casa, no podemos esperar que desarrollen
un instinto por la libertad que está íntimamente asociado con el hecho de estar
fuera de casa. No podemos esperar que luchen por libertades más desafiantes si
no han experimentado el miedo y el frío y el hambre y el agotamiento. Quizás
estar libres de necesidades nos ha despojado, paradójicamente, de otras
libertades. La libertad que pone a nuestro alcance tantos nuevos placeres vicia
el deseo de disfrutarlos.
De
Tocqueville hizo una observación similar acerca de la democracia: amenaza con
encerrar a cada uno de nosotros “por completo en la soledad de su propio
corazón.” Las libertades que garantiza la democracia acaba con el deseo de
integrarse y organizarse. A juzgar por nuestra reticencia a generar
alternativas duraderas, no deseamos ni asociarnos ni apartarnos.
No
cuesta ver cómo nuestra impotencia electiva conduce más temprano que tarde a la
tiranía. Sin movimientos populares coherentes, que son necesarios para evitar
que los partidos de la oposición caigan en las garras de los millonarios y de
los lobistas de las empresas, casi cualquier gobierno estaría tentado a
ingeniar un Estado policía nominalmente democrático. La libertad, sea del tipo
que sea, es algo que tenemos que usar; si no, la perdemos. Pero parece que
hemos olvidado lo que ella encierra.
Twitter:
@georgemonbito.
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