Τὸ δἰκαιον o lo justo en Aristóteles: recusación de un trueque



Proemio [1]
Uno de los mayores estorbos que afectan el diálogo entre quienes hacemos filosofía con antiguos como Aristóteles, es que bastante a menudo y directamente o a través de nuestros estudiantes hemos de trabajar sobre traducciones cuyas ocasionales ligerezas suelen falsear planteamientos y confundir a los lectores.
Una de esas imprudencias es una particular zancadilla para los filósofos del derecho aristotélicos y ha sido denunciada por Michel Villey y Javier Hervada, entre otros. Se trata de la cometida por muchísimos traductores con la locución τò δίκαιον que, significando ius o lo justo, es traducida por justicia en pasos cruciales del corpus. En mi opinión, traducir τò δίκαιον por justicia haciendo caso omiso de la neutralidad del apelativo, le da a Aristóteles una falsa apariencia de ético de las intenciones, pervierte su ontología jurídica y lo hace incurrir en incoherencias y contradicciones; errores que, para decirlo como él, derivan de transgredir “el uso establecido del lenguaje” (Top 109a28). El fin de esta lección es denunciar algunas de estas aporías –que, notémoslo desde ya, confirman que τò δίακιον equivale a jus- para reiterarles a los traductores y alertar a quienes de ellos se fían que semejante traducción es algo que prohíbe, además de la etimología, la coherencia discursiva del pensamiento de Aristóteles.
Pitagorización de la justicia aristotélica
Es perversión común que lo justo se sustituya por justicia en aquellos pasajes referentes a la proporcionalidad, donde se sacrifican lo igual y lo proporcional –objetos, en neutro-, en aras de la igualdad y la proporcionalidad –cualidades-.
Traductores ventrílocuos le hacen decir a Aristóteles cosas como que “la justicia es una especie de proporción” (EN 1131a29; Pol 1301a27, b36; EE 1249a7) o “de igualdad” (EN 1131b33); que “la injusticia es una desigualdad” (EN 1132 a7); que “la justicia correctiva es un intermedio entre pérdida y ganancia” (EN 1132 a18); que la justicia, como la φιλία, es ”una igualdad” (EE 1241b11, 1280a11, 1282b17) capaz de ser “numérica o proporcional (EE 1241b33); que “al perseguir la justicia los hombres buscan el intermedio (Pol 1287b4) y que “la justicia democrática es igualdad numérica y no proporcional (Pol 1317b2).
Si, como enseña clara y resueltamente Aristóteles, la justicia es un estado o disposición excelente de la voluntad, un hábito ético o electivo bueno, ¿no son incoherentes o por lo menos paradójicas las expresiones que acabo de citar? Creo que sí. Porque decir que la justicia (o la injusticia) es igualdad, proporción o intermedio, monta tanto como afirmar que es cuantificable: una magnitud, como cuando se define como proporción, igualdad o intermedio; o una pluralidad, como cuando se le hace decir a Aristóteles que la justicia y la injusticia pueden diferir en tamaño de otras justicias e injusticias (Rh 1359a20), o que la justicia admite graduaciones (Rh 1365a24) o que las justicias varían según las formas políticas (EE 1241b33; Pol V 1 & VI 3).
Los hábitos pueden ser contables en cuanto difieren entre sí en razón de la potencia en que radican y del objeto que los especifica; son, pues, cuantificables según su especie. Mas no son mensurables ni numerables; y no lo son porque no son cantidades. Sostener lo contrario nos dejaría huérfanos de argumentos contra la falacia pitagórica que reduce la excelencia a la materialización del número y define la justicia como un número cuadrado; creyéndolo, haríamos del correspondiente reproche de Aristóteles (Metaph 1093a3) algo meramente anecdótico.
Pero, además, decir que la justicia es igualdad, proporcionalidad o analogía, aún reciprocidad, es hacer de ella una relación.[2] Hay gran error en ello porque, aunque es una excelencia relacional, no es relación sino estado de la voluntad; y es relacional no de propio sino en virtud de su objeto, que es relación. Lo justo, objeto segundo de la justicia, es relación de igualdad, proporcionalidad o analogía entre un débito y un crédito y sus respectivos acreedor y deudor. Traducir aquí mal a Aristóteles lo sitúa junto a Karl Marx y a John Rawls en cuanto estos equivocan la justicia con su objeto: Marx, trasladándole a ella la igualdad analógica propia de lo justo de las distribuciones; Rawls, la igualdad aritmética propia de lo justo correctivo. La justicia tiene que ver con la igualdad, la proporcionalidad o la analogía en razón del derecho a cuya satisfacción dispone; es esto: lo justo, τò δίκαιον, lo que es (aritmética o geométricamente) proporcional o igual. ¿A qué? A lo debido con deuda en sentido estricto.
La magnitud de la justicia
Ahora bien. ¿Admiten graduaciones la justicia y la injusticia de tal modo que pueden diferir en tamaño –como si fuesen magnitudes-, según se desprende de un mal traducido pasaje de Retóricos (1365a24)?
En cuanto calificaciones (ποιον) es probable que sí (Cat 10b20-11a47; cp. Top 109a20-26); en este sentido decimos que Pepe es más justo que Paco o que Rosa es tan injusta como Eulalia y ambas menos justas que Pepe pero más que Oriol. Pero en cuanto atributos, o sea, consideradas absolutamente como excelencia y vicio, la justicia y la injusticia no la admiten. Con ello quiero decir que aunque Pepe actúe justamente con más asiduidad que Paco y en virtud de ello se diga que es más justo que éste y éste menos que aquél, en ambos la disposición electiva es idéntica; el hábito de dar a cada uno lo suyo será más o menos completo en uno que en otro y por ello diferirán en calidad sus excelencias personales y por ende sus méritos. Pero en cuanto hábito excelente especificado por lo justo, tanto será justicia en uno como en otro. Una disposición no puede serlo más que otra; será más o menos plena y eficiente, pero no más ni menos excelencia ni vicio.
Tampoco parecen admitir graduación la justicia y la injusticia de las acciones absolutamente consideradas, como resultaría de otro pasaje de Retóricos 1359a25) vertido tuertamente. No es más justo devolver el préstamo que respetar la vida, ni más injusto evadir impuestos que hacer apología del antisemitismo. Y no lo son porque, independientemente de sus bondades o nocividades relativas, las acciones justas son formalmente idénticas entre sí, y así las injustas. Afirmar que una acción justa puede serlo más que otra (o, correlativamente, que una injusta puede serlo más que otra injusta) lleva a admitir que unos derechos valen o pueden valer jurídicamente más o menos que otros y, de ahí, que las personas que son sus titulares tengan o puedan tener valores jurídicos disímiles. Admitir esto es dar al traste con el principio de identidad formal o isodinamía esencial de los humanos –fundamento de la φιλία, punto de partida y meta de las elaboraciones éticas y políticas de Aristóteles- y por ende con dos de los pilares del Realismo Jurídico aristotélico: por una parte, la isotimía jurídica de los ciudadanos, en virtud de la cual sus modos de ser titulares de δίκαια o cosas justas no preponderan unos respecto de otros porque ninguno es más o menos persona ni ciudadano que otro (Cat 3b34-4a1; Metaph 1044a7-11); por otra, la isotimía que se predica, como isoaxía, de las cosas que les están atribuidas como derechos, porque son tan debidas y exigibles unas como otras.
De vuelta a los presocráticos
Es también habitual que nuestros traductores hagan disparatar a Aristóteles cuando, tras hacerle decir justicia política donde en realidad dice lo justo político o civil (p.ej. EN 1134a26-29, b18; EE 1242a11-13 & Pol 1284b17), introducen la oposición justicia natural / justicia legal, principalmente en Ética Nicomáquea (1134b18; cp. 1162b22).
Leemos que la justicia natural “es aquella que tiene el mismo vigor en todas partes y cuya existencia no depende de la opinión de la gente (EN 1134b19) y que “existen una justicia y una injusticia naturales comunes a todos, incluso a aquéllos que no están asociados ni tienen acuerdos entre sí.” (Rh 1373b6-8)
Decir así da a entender que la justicia es, por lo menos en parte, una especie de fenómeno cósmico invencible y autárquico, “naturalmente inmutable” (EN 1134b25). Si lo admitimos, le adscribimos a Aristóteles una noción de justicia en cierto sentido análoga a las sostenidas por Heráclito, Parménides, Empédocles y Anaximandro, a las que no adhiere. Aunque el Estagirita concibe el orden justo como una prolongación del orden cósmico en el seno de la Ciudad –orden justo que sí es natural en cuanto existe potencialmente y es condición sine qua non para que se realice la ευδαιμονία que es actividad autotélica, fin natural de la sociedad política-, la justicia es un instrumento ordenado a la realización de dicho orden justo; instrumento que, lejos de ser una fuerza pantocrática de la naturaleza, es una manera de ser o actuar de las personas que, no obstante ser postulada como deuda por una naturaleza que propende a realizarse –la humana-, depende para su actualización de cada una de ellas.
Pero, trátese de la justicia o la injusticia a que se refiere falazmente el tuerto pasaje de Retóricos, esas disposiciones o estados, pese a ser de la voluntad, no son naturales como ésta. En consecuencia, no son “comunes a todos”, sino que se adquieren mediante la educación y la práctica reiterada –cosa que opinan ya Demócrito y Protágoras- y, en las condiciones adecuadas, van arraigándose en el sujeto hasta ser como de su natural, según plantea Aristóteles con toda claridad en Ética Nicomáquea (II 1; cp. Mem 452a30); de ello se infiere que, una vez adquirida, difícilmente puede ser pervertida por fraude o fuerza, según resulta de Retóricos (1376b24).
Traducir τò δίκαιον por justicia introduce en este punto del discurso aristotélico una contradicción crasa: conceder que lo que de suyo es adquirido es, también de suyo, natural o innato; y que el hábito ético es simultáneamente universal y particular, necesario y contingente. Contradicción que se desvanece cuando se emplea la correcta expresión lo justo que, natural, es potencialmente universal y, como tal, existe independientemente de la opinión humana pero no de las condiciones históricas: es el objeto de la ciencia del derecho natural.
Cortejando a la sofística
La justicia legal, a su turno, aparece como “la que, siendo originalmente indiferente, deja de serlo cuando es establecida (EN 1134b18) “por ley o por decreto” (EN 1134b22), sus formas son tan varias como las de las formas políticas que puede adoptar una sociedad (EE 1241b25-32; Rh 1301a25-1302a7, 1318 a11-b5) e incluso puede ser rectificada por lo equitativo (EN 1137b11).
Estas expresiones instalan a Aristóteles en la línea del relativismo de Protágoras y Calicles. Así las cosas, esta especie de estado de la voluntad derivaría forma, nombre y bondad de la voluntad estatal manifestada en las leyes (Thæt 167c; Prot 325a). Pero, ¿no recibe esta disposición su bondad, y por tanto su naturaleza excelente, del bien humano cuyo es instrumento? ¿No recibe su forma y nombre del objeto a cuya realización se ordena? ¿Acaso el orden justo es necesario en virtud de la opinión humana? ¿No es la justicia radicalmente incapaz de ser axiológicamente neutra? De esta traducción resulta que la naturaleza de la justicia como excelencia es de origen convencional, aserto paradójico de Calicles denunciado por Aristóteles en Refutaciones Sofísticas (173a7-19); así mismo, que el acto legislativo basta para implantarla inmediatamente en todos y cada uno de los ciudadanos, lo cual contradice la perspectiva aristotélica de la excelencia, explicitada en las éticas Nicomáquea y Eudemia. Según las que razonablemente podemos considerar genuinas enseñanzas aristotélicas, lo que siendo originalmente indiferente deviene objeto de la justicia como efecto de una disposición estatal es lo justo: una cosa que de no ser debida pasa a serlo y que, en tanto que debida, la determinación de su medida está efectivamente condicionada por la forma política de la sociedad que le concede categoría de derecho y puede ser rectificada por el agente de equidad.
Una observación accesoria. Además de los aprietos en que nos coloca la expresión justicia legal –que, en estricto sentido, tiene que significar la conformidad de las leyes a lo justo, la justicia de las leyes-, supuesto que se tradujese correctamente τò δίκαιον, la concepción de Aristóteles seguiría estando indebidamente encorsetada si se mantiene el adjetivo legal como equivalente de νόμικον. Indebidamente, digo, por dos razones. La primera es que a todas luces parece más correcto que a lo natural o φυσικòν se oponga lo convencional o νομικόν; no lo legal o νομιμόν, que es una de sus especies (-cp. por ejemplo, la falta de expresión φιλία legal por convencional en Ética Eudemia). La segunda es que en el planteamiento aristotélico no sólo la ley sensu stricto es capaz de ser causa de lo justo político sino, en general, cualquier norma jurídica positiva o convencional (cp. Pol 1255 a22: ό γαρ νόμος δίκαιον τι) causada por un acto de órgano social (o de servicio público) como la emanada de la ley o la sentencia judicial (Rh 1376b20), por un pacto entre pares (Rh 1376b7) o por el acuerdo social (Metaph II 3; Pol 1287b5-7). Es injusto, pues, que por mor de una traducción se reduzcan a una las fuentes de lo justo convencional en la filosofía aristotélica del derecho.
Justicias a granel
Los traductores se toman también excesiva libertad con τò δίκαιον precisamente en los pasajes donde Aristóteles explica sus especies y en otros que se refieren a ellas. Y lo hacen distinguir tres especies de la justicia que dispone a realizar lo justo político: una denominada justicia correctiva o conmutativa; otra distributiva (EN 1131b26, b33, 1132a18, b24) y, en fin, otra llamada legal (EN 1136b34, 1137b12), cada una de las cuales correspondería al modo de “proporcionalidad o igualdad” (EE 1241b33-39, 1242b4-20) de quienes intervienen como partes en la operación particular.
Únicamente en un paso del corpus (EN 1130b30) Aristóteles parece admitir implícitamente la existencia de diversas especies de justicia particular definidas por el tipo de operación en que puede practicarse o, mejor, por el modo de proporcionalidad o igualdad manifestado por lo justo en esas operaciones. Pero –y esto es bastante significativo, según veremos más adelante- no utiliza las expresiones que le adscriben sus traductores, sino que habla uniformemente de lo justo corrector (τò διορθωτικòν δίκαιον) o enderezador (τò επανορθοτικòν δίκαιον), de lo justo distributivo (τò διανεμητικòν δίκαιον) y de lo justo según la ley (τò δίκαιον κατα νόμον) o lo justo legal.
En principio, no parece que a la filosofía del derecho de Aristóteles la ponga en apuros una clasificación como la introducida en el caso de la justicia particular, siempre y cuando se tenga en mientes la unicidad formal de ésta. No obstante, verter aquí τò δίκαιον por justicia, además de ser inútil favorece la falsa concepción de una justicia realmente segmentable (o la de varias distintas), divorciada de lo común y proclive a la acepción de personas.
El uso habitual de las expresiones justicia conmutativa, distributiva y legal ha inducido a creer que existen tres justicias formalmente distintas, cada una de las cuales tiene oficio, objeto y beneficiario propios, y cuyas entidades derivan de las calidades peculiares de quienes se relacionan jurídicamente. Una sería la justicia entre particulares, denominada conmutativa o personal o privada y cuyo oficio sería ser útil a los individuos, favorecerlos aún a cosa del equilibrio interpatrimonial entre ciudadanos; es la justicia de los mercaderes, de fuerte regusto kantiano. Habría otra entre la sociedad y los particulares, llamada distributiva -o, usando un pleonasmo, social; su oficio sería paliar mediante distribuciones y redistribuciones de riqueza, o sea, a cosa de los sacrosantos derechos de los ricos, los daños que para los pobres resultan de la justicia conmutativa; parece ser la justicia por la cual aboga John Rawls. (Debo anotar aquí que, tanto como en el privado, en este orden la utilidad que se obtiene de la justicia es función de la capacidad económica relativa de cada ciudadano). Y otra, en fin, dita legal, existente entre el Estado, su único beneficiario, y los particulares no burócratas; es la justicia pública del orden partium ad totum, la que esgrime el Estado urraca para legitimar el saqueo de los bolsillos privados; ésta vendría a ser la propia de Leviatán o la del monstruoso Estado hegeliano.
Esta resbaladiza manera de concebir la justicia -suscrita, por ejemplo, por Tomás de Aquino quien, dicho sea de paso, no leía griego y bebía las traducciones de su amigo Van Moerbeke- contradice el pensamiento aristotélico. Recordemos que para Aristóteles la justicia particular es el hábito ético causante de que un ciudadano, siempre y en cualquier caso, esté dispuesto a establecer el orden justo “en que cada uno goza de sus posesiones según la ley” (Rh 1366b9), desee que cada quien tenga lo suyo –“que cada uno tenga lo que le es propio es justo” (SE 180b31)- y elija la acción justa o δικαιοπράγμα que da a su paciente aquello que por pertenecerle le es jurídicamente debido: τò δίκαιον. Hablamos, pues, de una excelencia cuyo acto es uno y cuyo objeto también es uno; en los tres casos se da la unicidad formal y la unidad numérica: la justicia no incluye hábitos distintos; ni el acto justo otros de especie diversa; ni su objeto cosas que no sean derechos.
Si la justicia causa siempre la elección de la acción justa –por eso enseña el Digesto que es constante y perpetua-; si, independientemente de la ocasión – distribución o intercambio- el δικαιοπράγμα siempre da a cada quien lo suyo; si, sea quien fuere el acreedor beneficiario de la acción justa, ésta constituye siempre una contribución positiva al orden justo, que es bien común; si el destinatario de la acción justa es siempre quien es acreedor por ser titular de lo debido, no tiene sentido decir que hay tres justicias distintas en razón de la ocasión, de la determinación de la deuda o de las características personales de quienes son partes en una relación jurídica, según resulta, por ejemplo, de un pasaje donde erróneamente se comparan las variedades de φιλία con las de las justicia en razón de las partes relacionadas (EE 1238b18-29).
Aun si se concede que hay una justicia conmutativa, una distributiva y otra legal, contra su presunta contrariedad –reflejo de las oposiciones entre ricos y pobres, entre el Estado y los administrados, entre lo público y lo privado- ha de objetarse que el contrario de la justicia es la injusticia y una cosa no puede tener más de un contrario (Metaph 1054b18-23); que afirmar que dos excelencias son o pueden ser contrarias o impedirse mutuamente es una falacia: implica que un hábito operativo puede ser bueno y malo simultáneamente y respecto de las mismas cosas, lo cual es imposible; y que admitir la posibilidad de una relación conflictual o de exclusividad entre excelencias descarta la factibilidad de a justicia universal o general –la que dispone a dar lo moralmente debido- y la de la ευδαιμονία, actividad que deviene imposible si una excelencia priva, imposibilita o contraría necesariamente a otra, como si fuese un vicio.
En el escenario, pues, tenemos varias justicias aparentemente capaces de contrariarse: un absurdo. Lo refiero aquí no porque, repito, en su raíz esté la traducción incorrecta de los textos de Aristóteles, sino más bien porque pone de relieve dos cosas: por una parte, que hablar por Aristóteles de justicia conmutativa, distributiva y legal abona la creencia según la cual la justicia es una excelencia que comprende otras distintas entre sí, y puede dar lugar a que, por asociación de lenguaje, se piense que se trata de una distinción aristotélica; por otra, que hay cierta predisposición, por parte de muchos traductores ignorantes del Realismo Jurídico aristotélico, a amañar lo conceptos clásicos al lenguaje en uso, según trascolaron los romanistas decimonónicos los dichos de los jurisconsultos romanos.
Podría decírseme, sin embargo, que hay una distinción efectiva de justicias en razón de las cualidades personales de las partes, y que ésta consta en los pasajes donde Aristóteles se refiere a las relaciones entre el amo y los sirvientes, el padre y los hijos o la esposa. Suele leerse, en efecto, que “[l]a justicia del amo y la del padre no son lo mismo que [la justicia política]” (EN 1134b8; cp. EE 1238b21-26); que, “[p]or lo tanto, la justicia o injusticia propias de los ciudadanos no se manifiestan en estas relaciones” (EN 1134b12); que “la justicia doméstica es diferente de la justicia política” (EN 1134b17); que “no hay justicia […] entre amo y esclavo (EN 1161a30-b10). Parecería que el amo y el padre pudieran ser ciudadanos de modo intermitente, que su ciudadanía se suspendiera respecto de sus criados o sus hijos; así mismo, que su disposición electiva justa o injusta se congelara en aquellas de sus acciones cuyos pacientes son sus criados o sus hijos. Otro absurdo que, traduciendo τò δίακιον por justicia, se pone en boca de Aristóteles.
El Estagirita distingue, de lo justo político, lo justo despótico o señorial (τò δεσποτικόν δίκαιον), lo justo parental (τò πατρικόν δίκαιον) y lo justo doméstico (τò οικονομικόν δίκαιον). Con esta distinción pone de relieve que en las relaciones entre el amo y sus sirvientes, y entre el padre y sus hijos, no puede darse lo justo perfecto, i.e. lo justo político, toda vez que la alteridad entre uno y otros es insuficiente para que se constituya una relación de deuda entre ellos; tanto el sirviente como el hijo sometido a potestad carecen de patrimonios propios y distintos: no pueden relacionarse como acreedores o deudores respecto de su amo o de su padre. Entre ellos hay comunidad, no sociedad; falta, como en las relaciones entre amigos perfectos “quienes no están vinculados por lo justo” (EE 1243a11), lo propio de cada uno. Aquí Aristóteles recoge un uso analógico, impropio y excepcional de τò δίκαιον, que designa lo que de alguna manera –no jurídica, desde luego- le pertenece a cada uno en el seno de una comunidad: lo justo doméstico; es eso lo que el padre o amo justo (o injusto) le da (o le niega) a quien, por estarle sometido a potestad, se lo debe imperfectamente.
Contra los Físicos: principio de un desbarajuste
Además de los errores más arriba señalados, vertiendo τò δίκαιον por justicia los traductores hacen incurrir a Aristóteles en el de hacer intercambiables aspectos de la realidad que son tan diferentes como indisociables: hecho y valor, causa eficiente y causa final, acto y potencia, ser y deber-ser.
En la perspectiva iusfilosófica aristotélica se hallan nítidamente descritas, entre otras, tres cosas fundamentales: la justicia (δικαιοσύνε), la acción justa (δικαιοπράγμα) y lo justo (τò δίκαιον).
La justicia, disposición a elegir la acción justa que es su objeto primero, es un estado electivo (έξις προαιρετική), un atributo o cualidad de la voluntad que ordena a darle a cada uno lo que le es debido. Es un estado electivo excelente, una virtud, porque el acto a cuya elección dispone cumple una regla natural[3] según la cual debe darse a cada uno lo que es suyo; esta regla es obligatoria porque lo que manda dar: lo suyo de cada uno, le es debido a su titular en orden a la ευδαιμονία social. La justicia, pues, tiene estatuto volitivo: es un hábito y como tal pertenece al orden del ser.
La acción justa, a su turno, es esa operación humana que da a otro lo que se le debe en justicia. Se llama justa porque realiza lo justo; es excelente, pues con su ejecución se obedece una ley moral; es obligatoria, pues la reclama el bien humano, que es tal; y es buena porque se ordena a la ευδαιμονία, que es función autotélica del humano. De aquí resulta que el δικαιοπράγμα tiene estatuto operativo: es una acción y como tal también pertenece al orden del ser, de los hechos.
Lo justo, lo que da la acción justa, es una cosa debida a un titular; el objeto segundo de la justicia es, pues, lo que por ser de alguien le es estrictamente debido: su parte, la deuda. Τò δίκαιον, por ende, tiene estatuto relacional –es una relación compleja de suidad y deuda- y, en cuanto debido y obligatorio, pertenece al orden del deber-ser; en cuanto armonía o equilibrio interciudadano requerido por la vida en sociedad, lo justo es un valor, un bien; en cuanto medium rei, es criterio objetivo de la derechura del reparto de las cosas exteriores entre ciudadanos.
A causa de la confusión introducida en los textos entre τò δίκαιον y δικαιοσύνη, lo que a pesar de la lógica suele presentarse como bien o valor es la justicia, no su objeto. Así, leemos por ejemplo que “el bien de la virtud política es la justicia” (Pol 1282b15); que “el magistrado es el guardián de la justicia” (EN 1134b2); que “la justicia es deseable en sí misma como bien de la comunidad” (Rh 1362b27); que “no perdura ningún gobierno que no se base en justicia” (Pol 1332b29) y que “es verdadera y provechosa” (Rh 1375b3); que “al acusar o defender [en juicio], todos pretenden […] demostrar […] la mayor o menor injusticia tanto absoluta como relativamente” (Rh 1359a17-21) y “se disputa de qué lado está la justicia (EN 1135b32).
Pero también se presenta como criterio ideal o principio de ordenación social y de resolución de conflictos, que varía según la forma política de la sociedad: “la justicia es aquello que opina la mayoría […] o el querer de unos pocos […] o de la mayoría” (Pol 1318a19-27); “las constituciones que atienden el interés común están constituidas según estrictos principios de justicia y son, por ende, formas verdaderas” (Pol 1279a17-20); “cada constitución es una forma de justicia”; la justicia es “como plata y debe ser determinada por los jueces para que lo verdadero sea distinguido de lo espurio” (Rh 1375b5) y “si la ley es ambigua debemos dar marcha atrás y buscar qué construcción se acomoda mejor a los intereses de la justicia y la utilidad” (Rh 1375b11-15).
(La traducción de W.D. Ross (revisada por J. O. Urmson) dice en 1134a31 que “la justicia política es la discriminación de lo justo y de lo injusto”; según esto, la justicia es también virtud intelectual, equivalente por su función a la jurisprudencia. Como consecuencia de este desliz, Ross hace que Aristóteles, contra lo que enseña en Ética Nicomáquea (II & VI 13), conceda con Sócrates que la justicia es una especie de conocimiento y que el jurisprudente es per se justo. En el pasaje citado Aristóteles dice δίκη, no δικαιοσύνη ni δίκαιον, y del contexto se infiere que usa esta palabra en su antigua significación de sentencia o proceso judicial, según hace en Retóricos (1322a5) y en Ética Eudemia (1243a9), respectivamente.)
¿Es la justicia aristotélica un valor? No. Es un hábito electivo cuya valía, o sea, lo que le confiere excelencia, deriva de lo justo a cuya realización ordena. Si para Aristóteles la justicia fuese un valor, no se habría ocupado de ella descriptivamente sino prescriptivamente, confundiendo el hábito con la regla. Y esto, que es a lo que llega Kelsen en su crítica de la fórmula ulpianea, habría contravenido la lógica pues se le estaría atribuyendo estatuto intelectivo –propio del juicio deóntico- a un hábito ético. El mismo desaguisado se percibe cuando la δικαιοσύνη es presentada como criterio ideal o principio de ordenación social y de resolución de conflictos, y la consecuencia es idéntica: la justicia es despojada artificiosamente del estatuto volitivo que le es propio.
Mientras que la justicia es elevada a los altares del deber ser, τò δίακιον padece un descenso correlativo. Por lo general, los traductores casi lo extirpan del vocabulario de Aristóteles y en tal medida propician que el lector, leyéndolo disléxicamente a través del prisma subjetivista, desconozca la naturaleza relacional y debida de lo justo para aprehenderlo como un hecho sin valor intrínseco, como potestad o facultad individual, por ejemplo. Lo justo ya no es “el bien de la virtud política” sino el instrumento de la utilidad individual; desaparecido su vínculo con la armonía social, bien de donde derivan su universalidad y su obligatoriedad, no es baremo objetivo de la bondad –aquí: de la justicia- del gobierno o de la decisión judicial, sino cálculo subjetivo y unilateral de pérdidas y ganancias . . .
Las traducciones inadecuadas de τò δίκαιον introducen un desbarajuste insalvable entre la concepción aristotélica del mundo y sus elaboraciones éticas y políticas. Es curioso que casi ningún traductor se de cuenta de que trizan los Físicos cuando en los Éticos y los Políticos reemplazan los justo por justicia y confunden ambas cosas. Contra Aristóteles, vetan el conocimiento del fenómeno jurídico pues ocultan sus primeras causas o primeros principios. Instalados en el nominalismo, tuercen los textos aristotélicos ignorando las finalidades y las formas y divorciando, muy a la manera cartesiana, los hechos y los valores.
En el ámbito de la filosofía jurídica esa conversión de lo justo en justicia causa un gran colapso. El método del derecho natural, dilucidado por Aristóteles a partir de su experiencia forense, consiste básicamente en obtener la solución justa –i.e. determinar lo justo, lo que se le debe a cada uno- de dos fuentes complementarias: lo justo natural y lo justo convencional. El conocimiento de τò δίκαιον pasa así por dos momentos: primero uno intelectual, teórico, de investigación de la naturaleza, o sea del τέλος, de la ευδαιμονία social (Pol 1252b32) que contiene potencialmente un orden de relaciones jurídicas de donde pueden inferirse consecuencias normativas; después otro, práctico, de conocimiento de las determinaciones precisas que por parte del legislador padece lo justo natural en una sociedad particular en cierto momento histórico.
En Aristóteles, pues, lo justo es primeramente natural; y, puesto que la φύσις es esquiva, no es inmutable y la observación a que la sometemos es cósmica, axiológicamente relevante y, además, falible, el método del derecho natural es especulativo, dialéctico, experimental. Pero si, contrariando los Físicos, accedemos a convertir lo justo en hecho, el derecho natural deberá ser sustituido forzosamente por el racional –ese engendro de la Escuela del Derecho Natural-, la lógica dialéctica por la deductiva –ésta inadecuada en el ámbito jurídico-, el método dialéctico por el dogmático y la especulación por la contemplación. Con ello estaremos apostando por el inmovilismo mantenedor del statu quo y, con resignación y apatía, les estaríamos dando carta de naturaleza y certificado de bondad a cualesquiera distribuciones de riqueza, aceptadas como datos providenciales independientemente de su conformidad con lo justo, de su adecuación a la naturaleza de la sociedad política.
Además de los entuertos ontológico y gnoseológico señalados, una lectura confundidora de las causas plantea un conflicto de gran envergadura entre la filosofía jurídica y la lógica de Aristóteles. Cuando lo justo se equivoca con la justicia, la causa final –i.e. el valor, que es normativo- se equivoca con la eficiente –aquí la virtud, que causa el acto bueno-; y esto arropa la falacia naturalista en que incurren los discursos basados en versiones libres cuando no amañadas de las lecciones aristotélicas. De la justicia, que es un hecho, pretenderán inferirse normas; también de esos otros hechos que son el reparto actual de posesiones o la naturaleza empírica del ser humano. ¿Y lo justo? Será un corolario de la justicia.
(Decir que lo justo deriva de la justicia implica un doble error, etimológico y genético (véase el reproche, por ejemplo en Hervada). El etimológico es uno de los tantos errores etimológicos en que incurre Aristóteles y es patente por lo menos en Tópicos II 9, donde enseña que τα δίκαια y δίκαιος son coordinados de δικαιοσύνη, miembro de la serie que, probado bueno y encomiable, es “aquello que las otras tienden a producir y preservar” y derivo del nombre, y de la bondad y encomiabilidad de los demás: porque la δικαιοσύνη es un bien, sin embargo lo son también el δίκαιος y τò δίκαιον (cp. Rh 1364b34). Entrado en materia, parecería que Aristóteles se rinde ante la evidencia objetiva y se salva del error genético: “Por esta razón es llamado δίκαιον, porque es una división en dos δίχα, como si uno lo denominara δίκαιον; y el δικαστής es διχαστής” (EN 1132a29-32). El error etimológico es recibido y repetido por Ulpiano e Isidoro de Sevilla.)
Consentir estas suplantaciones en sus textos es, a mi entender, ser cómplices del trastorno que se le causa a su ontología jurídica, nervio del derecho clásico, elaborada a partir de la experiencia de la realidad. En cuanto a los perjuicios que, en la práctica, pueden derivarse de poner en acción una filosofía jurídica tan tuerta, ¡saque el lector sus propias conclusiones!
¿Ética de la acción o de las intenciones?
Lo que acabo de decir respecto a la cuasi desaparición de la locución τò δίκαιον y a la conversión de la justicia en el bien, conduce al primer problema que anuncio en el proemio de esta lección, último que trataré aquí: traducir τò δίκαιον por justicia le da a Aristóteles la falsa apariencia de ético de las intenciones.
Primero debo anotar que las lecciones contenidas en los Éticos no son, ni mucho menos, prescriptivas sino analíticas y descriptivas. ¿Su objetivo? Definir la ευδαιμονία, la buena vida, averiguar cuál es la finalidad humana. ¿Su método? La observación de la realidad considerándose parte suya. Aristóteles recoge la experiencia común de esa realidad según se manifiesta en el lenguaje, la disecciona y va hilando con ella un discurso destinado a sus alumnos: es una colección de explicaciones, no una doctrina; es, como él mismo dice, pareceres, opiniones, no conclusiones definitivas. Y trabaja más como biólogo, sociólogo o antropólogo, que al estilo de los encapullados moralistas estoicos (y sus sucesores renacentistas) autores de tratados De Officiis.
En opinión de Aristóteles el humano es un animal cuya operación específica es la πράξις –en ella reside el bien objetivo (EN 1097b25-29)- y no la mera propensión u όρεξις; en consecuencia, por necesidad su atención como estudioso de la conducta humana se centra en la acción más que en los hábitos excelentes y/o viciosos por los que se interesa Platón y detrás de él una larga tradición estoico-cristiana. Pero, además, ese animal práctico es naturalmente político; de ahí que, más que la acción íntima, particular y privada, son las interacciones –i.e. las acciones propiamente humanas, las que actualizan la civilidad del agente y del paciente- el foco de la investigación aristotélica. Aristóteles es un filósofo de la acción, no de las intenciones; y más que de la estrictamente individual y recatada, de la acción interpersonal y manifiesta –acción jurídica, en suma- en razón de la cual el agente se hace acreedor de encomio o vilipendio por parte de sus conciudadanos. La ευδαιμονία que investiga es actividad social, no virtud interior. Esto explica que Aristóteles, más que de las excelencias o vicios, trate de sus objetos; y que, en cuanto hace a la justicia, casi no se refiera a ella y sí, en abundancia, al suyo: τò δίκαιον, causa de la acción jurídica.
En contraste, las traducciones suelen desvelar un paisaje contrario donde lo principal es la justicia: es la primera y más acabada excelencia cuya maravilla no igualan “ni el lucero vespertino ni la estrella de la mañana” (EN 1129b29) porque es πρòς ‘έτερον; y es tal porque su objeto: lo justo, “lo que tiende a producir o preservar la ευδαιμονία y sus componentes para la sociedad política” (EN 1129b17), es el bien ajeno.[4] 

En cambio, aceptar que la justicia es “el bien” es apostarle a un bien incompleto y equiparar la ευδαιμονία con la nuda posesión del hábito excelente; siendo ello así, la atención del estudioso ha de trasladarse de la acción al valor moral del individuo. Esto contradice algo que Aristóteles repite aquí y allá con énfasis e insistencia: τò γαρ έργον τέλος, ή δε ενέργεια τò έργον (Metaph Θ); son mejores la acción que la potencia, la operación que la disposición (EN 1170a15-b19; EE 1219a30, 1228a12, 1241a40 & VII 12) y el fin que los medios: el fin –τò γαρ οΰ ‘ένεκα βέλτιστον καί τέλος- es lo mejor por naturaleza y más deseable que los medios (vid. Top 116b23, 146b10; Metaph 982b10, 1013a24-b27).
En el dominio de la filosofía jurídica los traductores, acaso ignorando que es a partir de la experiencia de lo jurídico que Aristóteles llega a estas conclusiones, deciden que donde dijo “dije” dijo “Diego”, de manera que como el bien no es lo justo sino la justicia, será ésta y no aquél el objeto de la función judicial y la jurisprudencia. Se hace decir a Aristóteles que “el magistrado es el guardián de la justicia” (EN 1134b1); que “las partes litigiosas persiguen establecer la justicia o injusticia de alguna acción” (Rh 1358b27) o “dilucidar la justicia” (Rh 1374a8). ¡Sorprendente! ¿No es el magistrado guardián de lo justo y acaso no son lo justo y lo injusto lo que las partes pretenden esclarecer en juicio? ¿No es lo injusto lo que corrige el juez con su sentencia? (EN 1132a27, 25; Pol 1300b13-35) ¿No es oficio del juez discernir y decir lo justo? (Pol 1291a24: κρίνουντα τò δίκαιον; cp. Rh 1354a27).
Alguien podría pensar que la percepción del pensamiento de Aristóteles no se falsea con estas tergiversaciones. Creo que sí. Si, por una parte, se admite que la justicia es un hábito ético, y por otra que es un bien cuyo guardián es el juez, ¿no se estarían enrodando las lecciones aristotélicas con el fin de hacerles suscribir la indebida confusión entre moral y derecho que resolvió precisamente el Estagirita? Convertir al juez en agente de la moral y las buenas costumbres, en vigilante de las disposiciones éticas de los ciudadanos y en evaluador de las cualidades personales de éstos, ¿no es abonar los totalitarismos donde “el príncipe gobierna contra la naturaleza corrompida del hombre”? Esto, en mi opinión, disfraza a Aristóteles de adalid de la justificación por la fe. ¡Sólo falta que algún día ande un diablo cojuelo en Cantillana, se cuele en una traducción del maestro macedonio y, suplantándolo, nos recomiende para ser felices: Pecca fortiter sed fortius fide et gaude in Christo!
Sinopsis
Las inquietudes que pongo en común en los renglones antecedentes comenzaron a rondarme la cabeza cuando, mientras elaboraba mi tesis doctoral, me percaté de que el desbarajuste causado por la traducción libérrima de τò δίκαιον tiene una envergadura mayor que la aparente: desamarra la ética y, en consecuencia, la política, de la física y la lógica; o sea, de la cosmovisión que las preside. Este desamarre les impone, de alguna manera, una “mestencía” intelectual que las deja a merced de cualquier uso y una turbiedad que desdice del genio de su inceptor.
Por lo general, la educación contemporánea, especialmente la universitaria, desdeña lo evidente por evidente y los detalles por ser tales. En las facultades de filosofía y jurisprudencia, por ejemplo, se enseñan sistemas cuya fiabilidad suele fundamentarse en la autoridad de sus inventores, sistemas y autores que son, a menudo, los de moda. La tendencia de los estudiantes –alumnos y profesores-, por falta de interés y tiempo o por pereza, es recibir acrítica y ciegamente esas informaciones y poner en acción, en nombre de tal o cual autoridad intelectual de nuestros afectos, ideas que, bien vistas, son cúmulos de inconexidades y contradicciones que a fin de cuentas nada tienen que ver con el autor a quien están adscritas. Hacemos, según dice don Quijote, “como quien mira los tapices flamengos al revés; que aunque se vean las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no se ven con la lisura y tez de la haz … “ (II LXII). Esto, me temo, nos sucede particularmente con la filosofía jurídica de Aristóteles.
Con la intención de señalar y darle a cada quien lo suyo, he hecho este breve recuento de detalles evidentes: lo justo y la justicia de la filosofía del derecho de Aristóteles, las del Realismo Clásico de los jurisconsultos romanos, son cosas distintas, inconfundibles e indisociables. Que la justicia es igualdad y graduable; que hay una justicia política en parte natural, en parte legal; que esa justicia política comprende una correctiva, otra distributiva y otra legal; que la justicia es el bien político, causa de normas sociales, y que su conocimiento es condición necesarísima para la construcción de una sociedad justa, estos son dichos y apreciaciones que por cuenta de los traductores se tienen como de Aristóteles sin ser tales.
Que un vicio lingüístico sea inveterado no lo purga de estulticia. Y ésta debe achacársele, en últimas, a quienes diciendo mal las cosas dificultan o imposibilitan su inteligibilidad.
¡Salud!

David Gutiérrez-Giraldo

[1] Los cinco primeros apartes de este texto fueron comunicados con el título “Avatares Lingüísticos de το δίκαιον» en las XXXVIII Reuniones Filosóficas, Universidad de Navarra, Pamplona 1999.
[2] Esto también sucede en aquellos pasajes de Ética Nicomáquea y Ética Eudemia donde se equiparan la justicia y la φιλία. La comparación es establecida uniformemente por Aristóteles entre φιλία y τò δίκαιον, como en 1160a8: αύξησθαι δε πέφυκεν άμα τε φιλία καί τò δίκαιον, ος εν τοις αυτοις όντα καί επ’ίσον διέκοντα. Si bien en 1234b27 admite, tentativamente, que la φιλία parece ser una especie de disposición y excepcionalmente la acerca a la justicia relacionándola con ella (b30-31), cuando se trata de comparar relaciones se decanta, como es de esperarse, por establecer el paralelo entre φιλία y τò δίκαιον. Prefiero tratar en un texto aparte los problemas que pudieran surgir de traducciones como la inferida por J. Solomon a la Ética Eudemia, me limito aquí a esta breve observación.
[3] Que sea regla o norma significa que es ratio, medida o κάνον, aquí de la acción humana (de donde se dice que es una regla ética o moral); que sea natural, que es elaborada por el intelecto a partir del conocimiento que tiene de la naturaleza –forma y finalidad- de la sociedad política (-es de la sociedad, no del humano aislado y monádico, porque el humano es naturalmente político-). Nótese que no se trata de un principio a priori de la conciencia o la razón, ni de un axioma deducido de una definición de la naturaleza humana –concepción del iusnaturalismo moderno-.
[4] A pesar de lo constante en Tópicos II 9, que este bien sea objeto formal de la justicia le confiere a este hábito esa “cierta cualidad intrínseca” por cuya posesión, según 106a4-9, es llamada “buena”. La bondad de la justicia es, pues, esencial; por ello “es preferible al hombre justo” cuya bondad es accidental, adquirida (116a21, b10), es “en sí misma más preciosa y encomiable y noble” que otras excelencias (116b37) y siempre más útil que, por ejemplo, la valentía (117a34). Nótese que en estos pasajes se cotejan la bondad y la consecuente preferibilidad de la justicia con relación a las del justo y a las de otras excelencias, no a las de lo justo objeto suyo.