Las abejas y la desnaturalización de la ciencia básica.



Lo que sigue son unas reflexiones sobre el declive global de las poblaciones de abejas y abejorros, los derechos de acceso a la ciencia y de crédito científico, y el precepto de cientificidad normativa, contadas a unos a amigos de la ciencia y otros curiosos un día de agosto de 2013 en la Facultad de Zootecnia de la Universidad Nacional en Bogotá.


1. La dificultad. 

 En el ámbito de la Unión Europea, la deliberación pública acerca de cómo afrontar normativa y prácticamente la crisis poblacional de las abejas y la amenaza que representa para la seguridad alimentaria de los habitantes de su territorio, ha puesto de manifiesto un patente caso de lisenkoísmo o abuso del crédito científico que me ha servido de ocasión para la reflexión que voy a proponerles. "Crédito científico es la reputación de creíble, la fiabilidad social que la naturaleza de su oficio le confiere al científico genuino. Sirva lo que sigue como una especie de recordatorio sobre la responsabilidad que tienen los científicos respecto de la libertad ciudadana y, por la vía de las deliberaciones públicas, respecto de la buena salud de la sociedad.

2. Libertad, conciencia y ciencia.
Voy a definir la libertad como la capacidad que tenemos los humanos de elegir cada uno el personaje que interpreta durante su vida en el escenario del mundo; o elegir, dice más técnicamente el profesor John Rawls, "el plan de vida que le parezca más racional a largo plazo" y con él las consecuencias que cause su realización. "Racional" aquí es "proporcionado a la naturaleza humana y de las cosas"; es decir, óptimo tanto en lo que a cada quien exclusivamente atañe, como en cuanto atañe a las demás personas y cosas. Elegir es tomar algo para sí de entre varias opciones disponibles: requiere saber y querer.

Uno vive su ideología o conciencia, actúa "según piensa", según los juicios, ideas, creencias, conceptos u opiniones que adquiere, se forma y tiene de las cosas: somos naturalmente curiosos. Ahora bien, cada elección supone la convicción de que el fin al que uno está apuntando y los medio que está utilizando para alcanzarlos son los óptimos o más eficientes [o económicos] respecto de su propio plan de vida. Un problema aquí es que esa convicción puede ser verdadera o falsa según se adecúe o no, respectivamente, a lo que las cosas son. Si es falsa, puede y suele dar lugar a una elección que uno no habría valorado como mejor para uno si en vez de actuar con base en una mera suposición, actúa con base en el conocimiento: en opiniones verdaderas. El criterio de veracidad que optimiza la elección nos lo proveen las conclusiones de los científicos; de ahí nos proviene la mayor parte del conocimiento, que abarca lo que extraña o excede el abasto de la propia experiencia.

Enseña en sus Metafísicos (1003b16-18) el maestro común Aristóteles de Estagira: “la ciencia se ocupa principalmente de lo que es primario [en las cosas], de lo cual las demás cosas [o sea: los accidentes] dependen y de lo cual [las ciencias] toman sus nombres.” Eso que es primario es lo que las cosas son. Averiguarlo de demostrarlo, ser y dar fe de ello, es la naturaleza de la ciencia. Los científicos genuinos exploran, experimentan, observan, comparan, concluyen y certifican o hacen constar públicamente lo que van descubriendo y constatando que las cosas son.

Las cosas que son, son reales. Y los juicios, ideas, creencias, conceptos, opiniones que albergamos en eso que llamamos “conciencia” o “ideología” o “ideario”, lo que uno piensa de las cosas es, además de real, verdadero o falso según se adecúe o no, respectivamente, a la realidad de esas cosas, a lo que son en realidad. Cuando la idea es verdadera se llama conocimiento; si no se sabe si es verdadera o falsa, se llama creencia.

Saber qué son las cosas no sólo nos permite relacionarnos con ella libre sino también correctamente, no como imbéciles o locos. Si vivir es imposible si uno vive a tuertas o a derechas; si uno elige mejor con conocimiento que sin él; y si en elegir mejor consiste la libertad inteligente, entonces hay que inferir que la libertad es la razón de ser de la ciencia y que la ciencia, por eso, se debe a ella. La ciencia básica facilita el conocimiento con base en el cual uno, autónomamente, toma sus propias decisiones y participa en las deliberaciones que conforman las decisiones públicas. Esta es una de las caras de la libertad del ciudadano republicano de estirpe aristotélica-robespierriana: la autonomía intelectual, el criterio suficiente como para que la acción de uno no dependa de la decisión de otro. 

Por esta vía, la ciencia beneficia la buena salud de la sociedad, en especial si es una sociedad democrática republicana, en el entendido de que su éxito en ello dependerá de qué tan simétricamente esté distribuido el conocimiento entre los ciudadanos y de que éstos tenga una módica virtuosidad pública. Ítem más: facilitándoles a los ciudadanos la autonomía intelectual, la ciencia realiza la igualdad ciudadana pues pone o tendría que poner a todos o a casi todos en relativo pie de igualdad para vivir inteligentemente: en este sentido, iguala oportunidades. De ambas maneras la ciencia cumple una función política y por relación a ésta quien usa su reputación científica para mentir a sabiendas y públicamente, para instrumentalizarla por cuenta de un amo o una ideología, es un antisocial.

Tal fue Trofim D. Lysenko, un ucraniano prohijado falsamente desde 1927 como científico genuino por el viejo Soviet, que abusó de tal crédito en servicio de sus amos ideológicos. Desde Stalin, quien convirtió en dogma de Estado una falsa teoría evolucionista pretendidamente neo-lamarckinana que le propuso Lysenko, negadora de la existencia de los genes, hasta Kruschev, quien lo mantuvo como asesor agrícola a pesar de que las desastrosas campañas de reforestación basadas en sus ideas había provocado su denostación como "científico" por lo menos desde 1953.


3. Derecho de crédito científico.
Probablemente esté siendo antisocial algún científico en Europa, con ocasión del “Colapso de Colonias” que vienen padeciendo las poblaciones de abejas en casi todo el mundo. Cada día, millones de abejas que salen a faenar por la mañana no vuelven a la colmena que, despoblada de obreras, acaba invadida por otros insectos de que larvas, reinas y abejas jóvenes no pueden defenderse. Las concausas más mentadas son las enfermedades, la destrucción de hábitats, los pesticidas de uso agrícola, bacterias, virus como el de las alas deformes y un bichito de lo más destructivo: el ácaro varroa. En Europa el de las abejas es un problema político. La polinización de más del 70% de los cultivos europeos depende de las abejas y de ellas, por eso, la seguridad alimentaria de los habitantes de la Unión. El debate público acerca de la implementación de probables soluciones al problema, sin embargo, acabó dividido en dos apuestas.

Una, movida por ONGs y grupos activistas, sobre todo franceses, todos muy jaleados en muchos canales de comunicación, es que la causa capital de la mortandad de las abejas es una especie de pesticidas de uso agrícola llamados neonicotinoides, que se aplican en hoja o como tratamiento de semilla para combatir plagas chupadoras. El respaldo de esta apuesta es un informe de 2012 del Instituto Nacional de Investigación Agronómica de Francia, un órgano científico estatal, donde certifica –certificar es hacer constar la realidad que las abejas expuestas al neonicotinoide tiametoxam se desorientan al volver a las colmenas. Desde el principio, hasta científicos del mismo Instituto denunciaron los graves defectos del experimento que dio lugar ala certificación. Siempre ha sido público que las dosis a que fueron expuestas las abejas en el experimento multiplicaban por 30 las dosis en campo y que no estaban familiarizadas con las colmenas donde se esperaba que volvieran.

La otra apuesta, respaldada por numerosos informes científicos probados de diversas procedencias, es que, ceteris paribus, la causa que más correlación muestra con la desaparición de las abejas es el varroa, un ácaro de origen asiático que está propagando exponencialmente el virus de las alas deformes –demasiado pequeñas o ausentes-, que es mortal para las abejas. El ácaro se lo inyecta a la abeja cuando se alimenta de ella, traspasándole las defensas, y el virus se queda en la colmena aunque el ácaro haya desaparecido. Ya se considera como uno de los entomopatógenos más extendidos y contagiosos del planeta. Al cabo de un año de haber aparecido en Oahu, Hawaii, por ejemplo, el ácaro había acabado con el 65% de las colonias de abejas de la isla y los niveles del virus se habían multiplicado por un millón. Sobre la correlación comparativa que puede existir entre los nicotinoides, el varroa y la desaparición de las abejas: ni en Hawaii ni en los Alpes suizos se utilizan neonicotinoides y tienen, en cambio, grandes infestaciones de varroa; lo contrario que en Australia, donde son éstos comúnmente utilizados y pese a ello la población de abejas está divinamente.


4. Precepto de cientificidad normativa
El pulso empezó a ganarlo la primera apuesta a mediados de 2012, cuando Francia prohibió la utilización del pesticida tiametoxam y consiguió que la República emprendiera una campaña de presión en toda regla sobre la Comisión Europea, para que se extendiera la prohibición a toda la Unión. La Comisión le encargó entonces a la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria una revisión de la seguridad apícola del pesticida pero no encontró justificación científica para clasificarlo como riesgoso en polen y néctar. En ello coincide con los otros informes científicos que respaldan la segunda apuesta. Pero la Comisión, todavía presionada por Francia, que ya tenía aliados, aprovechó un resquicio que le dejaron las abstenciones en el Comité Permanente de Estados Miembros – la Comisión puede decidir cuando el Comité no lo consigue - y para darles gusto mandó suspender la aplicación de pesticidas neonicotinoides en cultivos y cereales atractivos para las abejas en todo el territorio de la Unión. El pseudo-conocimiento que presidió esta decisión política fue certificado por el Instituto Nacional de Investigación Agronómica de Francia a sabiendas de que los experimentos cuyos resultados presentaba como ciertos habían sido una chapuza.


Qué haya motivado a la Comisión a conducta tan displicente, por decir lo menos, no viene al caso ahora. Lo que sí me parece que viene al caso es que lo hizo porque tenía alternativa. Se la puso en bandeja el Instituto Nacional de Investigación Agronómica: una mentira intencionada sin la cual la Comisión habría decidido de manera más eficiente respecto al bien de la Unión y los ciudadanos comunitarios en este tema.

Esa mentira le entorpece al ciudadano comunitario la formación de opiniones ciertas con que participar en las deliberaciones públicas sobre las abejas y posicionarse respecto de la actuación de los órganos de gobierno de la Unión y de los Estados miembros. Esa confusión le ha servido como ocasión a un órgano de gobierno democrático para tomar motu propio y tratando a sus ciudadanos como imbéciles una decisión pública que, por una parte, perjudica el medio ambiente, pues a los agricultores reemplazarán los neonics por prácticas de mayor ecotoxicidad; por otra, y no tengo que explicar por qué, perjudica las economías de los agricultores que los utilizan y la de la industria que los produce. Y, por la vía esa decisión pública perjudicial, gestiona –también perjudicialmente, porque no parece que pueda ser de otra manera- la riqueza de los ciudadanos en contra de ellos mismos. Hoy por hoy no parece que el efecto real de la prohibición de los neonicotinoides justifique el coste que está causando y puede causar; es decir, que justifique la gestión ineficiente y la dilapidación de recursos públicos y privados que, en vez de estar destinándose a satisfacer posturas ideológicas sin fundamento científico probado, tendrían que estar empleándose más bien, por ejemplo, en proteger y recuperar los hábitats de los insectos polinizadores y en encontrar remedio a sus plagas y enfermedades. De ellos depende más del 80% de la alimentación de los humanos, y de los herbívoros y forrajeros.

5. Curiosidad.
En su Historia de los Animales dice Aristóteles a propósito de las abejas:

El panal está hecho de flores, y el material para la cera lo cogen de la goma resinosa de los árboles, mientras la miel es algo que cae del aire, y se deposita principalmente cuando se alzan las constelaciones o cuando hay un arco iris en el cielo; y por regla general no hay miel antes de que sean visibles las Pléyades.

Aquí recoge el testimonio bastante unánime de apicultores de diversos sitios consultados por Aristóteles: él no podía estar observando abejas en el campo y diseccionándolas y haciendo anotaciones al mismo tiempo. No sé si con base en esta constatación equívoca de científico autorizado se tomó alguna decisión pública relacionada con las abejas. Pero estoy casi seguro de que ningún apicultor macedonio paisano de Aristóteles tomó con base en ella decisión distinta a cuidarles el hábitat, verlas pasar con las patas tiznadas de “pan de abejas” –es como llama al polen con néctar-, y atisbar el arco iris, las Pléyades –que aparecen durante este mes en el hemisferio norte europeo- y la salida de las constelaciones.

Ese era el conocimiento posible; hasta ahí podían llegar la ciencia y el científico. Entonces como hoy, no podía deber más ni menos que eso: averiguar inteligentemente qué son las cosas y hacer constar tal cual lo que va probando de ellas. Ese era el punto hasta donde entonces la naturaleza –voy a parafrasear a don Federico Engels- era “consciente” o conocedora de sí misma. El espejo donde la naturaleza se refleja es el λόγος, que mide la perfección de lo más maravilloso que tenemos los humanos: la libertad. Los científicos parecen, ni más ni menos, que los fedatarios de ese conocimiento. A veces va bien hablar de abejas y otras cosas como estas. ¡Salud!



Prof. David Gutiérrez-Giraldo