Grandeza de alma y amistad ciudadana. Sobre el aborto real de la maternidad humana.



Esta vez la cuestión jurídica, suscitada entre unos estudiantes al hilo de una explicación sobre las ficciones del derecho romano y con ocasión de una recidiva del debate que los medios colombianos agitan hace días sobre el tema, es si es o no justo que una República exija responsabilidad penal o personal a la ciudadana que en su territorio provoca o consiente el aborto o frustración o interrupción de su embarazo en curso.


Siempre he considerado con minucioso escrúpulo que esto del aborto es coto exclusivo de las mujeres que han estado o están en situación de abortar. Por eso he leído muy poco sobre el tema y sólo unas referencias de etología comparada con ocasión de esta consulta.[1] 

Lo que he experimentado al respecto, y es de lo que voy a hablar aquí, es que hay enquistadas en el imaginario popular, en la opinión común, acusaciones tanto más categóricas cuanto menos justas y magnánimas con que ese imaginario tiende a justificar, no su reprobación de la destrucción de un embrión o feto humano, sino la arrogación de la facultad de pedir cuentas, sin tener, como verá, arte ni parte en ello, a toda mujer que se deshaga de un embrión o feto que esté gestando. Es esa pretendida “deuda de cuentas”, y concretamente, la también (a mi entender más perversamente) pretendida “exigibilidad” de esas cuentas, lo que mete (y lo único que, de ser posible y técnicamente hablando, podría meter) en el escenario jurídico el aborto que causa una mujer a su preñez. La cuestión será aquí, pues, averiguar qué tan humana y justa es esta arrogación. Voy a definir primero de qué podemos ser responsables los humanos. Después expondré unas razones que respecto de las antedichas acusaciones he podido inferir de lo que veo y me enteran que sucede.

Tenga en mente que esto es un juego de derecho natural clásico (o un ejercicio de realismo jurídico clásico aplicado), ese antiguo método de jurista que averigua en su noticia de las cosas, en la notitia rerum, lo que es justo o injusto: lo que uno puede exigir de otros y lo que esos otros pueden exigir de uno. “Exigir”, digo, no “esperar”. Ni más ni menos. Como este tema levanta tanta ampolla y creo que su muela es una emoción que a mí no me parece nada razonable sino tonta y más bien mórbida –a saber, el miedo a no haber nacido–, le invito a que compruebe empíricamente, observando su entorno personal, la veracidad de lo que voy a contarle. No pretendo convencerle de nada. Sólo mostrarle en funcionamiento una manera antigua, bastante eficiente, de leer las realidades.



1.     ¿De qué puede uno deber cuenta o razón a otro?

Quizá lo que más nos peculiariza a los humanos entre las especies vivas es la capacidad de elegir cada individuo las particulares operaciones con que se manifiesta o presenta en el escenario del mundo. La operación elegida, que se llama también voluntaria o libre, es la que el humano, valorándola mejor de entre varias opciones posibles, hace suya conociendo la naturaleza y deseando los efectos razonablemente previsibles de esa operación. Quien hace lo que hace porque no tiene alternativa; o quien hace lo que hace sin saber o sin desear eso que hace; o si, aun sabiéndolo, en vez de desearlos le repugnan los efectos razonablemente previsibles de su operación, ese actúa no libre sino involuntariamente: esa operación no es perfectamente suya, no es propiamente una acción o práxis –ni su inacción es en estricto sentido una omisión, que es lo que uno deja voluntariamente de hacer debiendo y habiendo podido hacerlo. (En lo sucesivo me referiré a una y otra como “acción” o “acto”, a secas.)

Ser dueño de su acción, pues, hace a quien la ejecuta, al agente, dueño de los efectos que con ella cause u ocasione en su particular entorno. Si éste, como es natural en los humanos, abarca individuos enteramente otros e idénticamente libres al agente, éste deviene “responsable” de los efectos nocivos que sus actos libres hayan causando o vayan inminentemente a causar a ellos. Que sea responsable significa, por una parte, que el paciente –o sea, quien padece la acción– puede pedirle una “reacción” o “respuesta” cuando esos efectos le comportan detrimento o menoscabo; por otra, que el agente, producido tal efecto, le debe al paciente esa reacción o respuesta. [La responsabilidad es "jurídica" u obligatoria cuando esa reacción o respuesta puede ser exigida por el órgano jurisdiccional del Estado.] Dos cosas, pues, causan la responsabilidad de las personas: la acción o inacción efectivamente libres o la negligencia efectivamente evitable del agente, y el daño o menoscabo real que ese acto o esa negligencia han causado o amenazan inminentemente causar a otro/s. Y esta la justifica: la salud de la asociación donde agente y paciente hacen y pueden hacer real su libertad posible.

Desde antiguo el principio civilizador de la responsabilidad se expresa así: nadie está obligado a responder personalmente, nadie debe a otro cuentas, razón ni reacción personal sino del detrimento real e indubitado que a ese otro haya causado o vaya indubitada e inminentemente a causar deseando causárselo y por tanto complaciéndose en ello –i.e. con dolo o malicia– o no evitándoselo pudiendo y habiendo debido hacerlo –por descuido o culpa. De eso y nada más de eso podemos y tenemos que ser personalmente responsables los humanos. Hasta aquí la definición.




2.  Primera cuestión.- A menos que se lo perdone graciosamente la opinión dominante, la mujer que aborta es de suyo y por tal causa una mala persona. La intención de abortar es per se maliciosa. ¿Existe tal cosa como el aborto doloso?

Le sugiero que haga ahora una pausa en su lectura de este texto y antes de proseguir vaya a “Prohijar puede todo hombre libre”, dice la Partida. En la primera parte hay unas explicaciones de las Partidas de Alfonso X que pueden ser muy ilustrativas de las particularidades de la paternidad humana de que hablaré a continuación.

Cuando Tomás de Aquino define como primum principium, como “lo bueno” o “lo amable” “aquello a que todos los seres propenden” –“quod omnia appetunt”– enseña un concepto ético que se forja en los apuntes de biología de Aristóteles: los organismos o cosas vivas, que son los seres por excelencia (–Aristóteles en los Metafísicos los llama “sub-stancias”, porque son cosas cuya existencia no es terminada sino que es un devenir–), tienden o están dispuestos naturalmente cada uno a la realización plena de su peculiar naturaleza. Ese fin es su bien, aquello a lo que naturalmente tienden (o pro-penden), lo que les es amable o apetecible, su télos o finalidad. Y observa Aristóteles que a tal plenitud, que es lo que mueve a todo organismo a hacer todo lo que hace, lo que orienta o sub-ordina la co-ordinación de sus operaciones, propendemos las cosas vivas de dos modos: realizándonos cada una individualmente, y reproduciéndonos, que es como se realizan o perviven las especies, las formas o naturalezas.

El fenómeno reproductivo humano es consciente y por tanto elegible o libre. A diferencia de otras hembras vivíparas, la mujer puede saber y sabe, cuando está gestando, que carga en su cuerpo una cosa –o sea, algo que existe–  que es otra respecto de ella y que está naturalmente destinada a re-producir su forma, su humanidad, y a re-presentar su carácter, su personalidad; y puede saber y sabe que la empresa no será exitosa, en absoluto, sin su concurso. Parece que ese conocimiento hace que la maternidad humana, el apego, la “suidad” del hijo humano respecto de su madre, sea más invencible, perpetua y gravosa que la de otras especies. Desde que tiene conciencia de su concepción hasta después de devenir capaz la cría para hacer vida independiente, libre, la hembra humana siempre ve en su prole algo que, por haber producido, es consustancialmente suyo; la ve siempre especialmente vulnerable y suele tender espontáneamente a protegerla y a ponerse en posibilidad y posición de hacerlo.

Como para favorecerle tal habilidad y compensarle las cargas que le genera, le evolución ha confiado al juicio de la mujer la llave de la reproducción humana. La habilita para determinar su actividad reproductiva y para hacerlo racionalmente; es decir, para reproducirse a voluntad proporcionando sus personales aspiraciones y expectativas y preferencias relacionadas con la maternidad (o con eso que suele llamarse “instinto materno”), a su capacidad real, efectiva, para tener crías saludables y criarlas próspera y decentemente. Esta capacidad es la medida natural, objetiva, de la libertad que tiene la mujer para elegir tener hijos, con quién, cómo, cuándo, cuántos, de qué género y hasta con qué rasgos fenotípicos; y de la libertad que tiene, por supuesto, para elegir no tenerlos evitando concebirlos o abortando su gestación. Parece razonable pensar que estas elecciones, que realizan las libertades o derechos reproductivos, resultan de la estimación que cada gestante hace de cada opción respecto de su plan de vida, de sus aspiraciones, gustos, preferencias y expectativas: “En mis actuales circunstancias, ¿qué creo o sé que puede o va hacerme más feliz?” 

Lo natural es que la mujer preñada opte libremente por gestar la progenie que ha concebido, que esa opción la haga feliz, que la realice. Es lo normal (o “ideal”), como que la expectativa de un nuevo miembro sea motivo de alegría, no de abatimiento, para el grupo humano que lo espera; y como que nacido el hijo la madre lo nutra y le enseñe, en tanto en cuanto pueda, las cosas que ella sepa y crea que harán de él un ser humano pleno, una persona, un ser libre, destinado en sus expectativas a ser de alguna manera “mejor” o más feliz que ella. Pero que esa sea la “norma", que eso sea “natural” en cuanto operación requerida por la pervivencia y, si cabe, el mejoramiento de la especie, no significa ni que todos los humanos nos reproduzcamos biológicamente (la reproducción cultural es igualmente natural), ni que esa opción sea igualmente feliz para todos los humanos. Dadas la incertidumbre y el altísimo costo previsible de su realización, parece que la elección vital de tener un hijo no es ni puede ser más que una apuesta por la felicidad de los progenitores, sobre todo de la madre (que es la que más carga lleva en el asunto), y que semejante elección no puede ser sino un acto de generoso egoísmo, de pura apetencia por su progenie.

Para cada una por sus únicos, peculiarísimos motivos, hay mujeres embarazadas para las que su maternidad en curso no es una opción feliz ni representa una expectativa vital amable. Siendo ello así y puesto que, pudiendo evitarlo, nada las obliga ni puede obligarlas tampoco a ellas a vivir infelizmente, frustran su embarazo. Esto nos mete en el meollo de este asunto: parece que sean cuales fueren, para que esos motivos causen suficientemente una elección tan contraventora del orden natural de las cosas, tan subversiva de esa manifestación crasa de la biología que es la maternidad, la maternidad consciente, sólo pueden ser de aquellos que impiden necesariamente la libertad del acto. 

No soy ni puedo ser madre. Pero puedo asegurarle a usted que, pudiendo no hacerlo, ninguna mujer en sus cabales se deshace (ni daña) libre o voluntariamente de la cría que gesta –esto es: deseando su destrucción y complaciéndose en ella. Si aborta, puede estar uno seguro, es porque en su momento y circunstancias es su única alternativa factible, su necesidad imperiosa; o porque la otra opción, que es tener la cría, se le presenta como excesivamente costosa respecto de su propia expectativa o plan personal de vida. Si más no, porque la enfrentará a la elección del abandono de la criatura nacida viva, sin duda punible porque el nacido vivo es parte actual del equipo, es miembro real de la sociedad. Lo que quiero decir, en suma, es que ninguna mujer aborta su embarazo porque crea o sepa que eso va a hacerla feliz o va a generar más felicidad, sino más bien porque, habidas sus circunstancias, es lo que cree o sabe que va a hacerla menos infeliz o a generar menos infelicidad. Y que ninguna, estando en capacidad y necesidad de abortar, deja de hacerlo por miedo a que la lleven presa.



Callejero de Barcelona, s/n


Se reconoce comúnmente que el aborto no es libre: que no es malicioso o doloso, cuando la preñez arriesga la vida de la gestante, cuando la concepción no ha sido consentida y cuando la criatura es inviable o viene malformada. Note que en los tres casos la gestante aborta por necesidad, o sea, involuntariamente. Lo canalla del asunto es que esa opinión común, que es la que recogen las legislaciones penales más o menos civilizadas, es como un numerus clausus de donde no queda sino inferir que los abortos provocados por causas o en circunstancias distintas a esas tres son conductas libres, elegidas y ejecutadas a sabiendas y por gusto por la agente. Me parece tremendamente injusto, amén de mezquino, contemplar siquiera la posibilidad de dolo o malicia en la mujer que, sabiendo lo que hace, aborta (o, dicho sea de paso, lesiona) el feto que está gestando. Mi explicación es esta: como no puede haber ni hay tal cosa como un aborto voluntario, no puede haber ni hay aborto malicioso o doloso.

No se ve malicia en la mujer que aborta para no ver en su hijo, todos los días de la vida, la mirada del violador que lo engendró. Ni en la que aborta porque sabe que de proseguir su embarazo derivará su muerte o la vida desgraciada de un niño con malformaciones irremediables. Pero mire: tampoco la veo en la adolescente que aborta porque, como es natural, no esté dispuesta para hacer de madre; ni en la artista o modelo que lo hace porque su carrera puede frustrarse porque su embarazo le estriará la piel o aflojará los pechos; ni en la mujer que no quiere echar su matrimonio a la suerte de una preñez ajena a su marido; ni en la que aborta para evitarse el dolor emocional que le causaría cumplir su obligación restitutoria en un contrato de maternidad subrogada (o alquiler de vientre); y mucho menos puedo ver dolo en la mujer que aborta porque en su situación actual o inminente calcula que no será capaz de impedir que se reproduzcan en su hijo las inseguridades humanas, de cualquier tipo, a que por sus circunstancias esté sometida. Para cada mujer que aborta y a su particular manera, su necesidad de hacerlo es imperiosa. Si esto es así, ninguna elige libremente hacerlo.

Creer lo contrario, entiendo, es hacerle al quite a ese principio civilizatorio que es la presunción de inocencia. No creo que se pueda, sin injusticia, sindicar a priori como delincuentes a las mujeres que en su sociedad y en la mía todos los días tienen la valentía de abortar sus embarazos, mayoritariamente a causa de y para que no se perpetúen en su descendencia las enemigas más acérrimas, extensas e invasoras de la libertad, de la felicidad humana: el miedo, la ignorancia y la miseria, de que ninguna zona de confort, tampoco la suya ni la mía, vale recordar, está absolutamente exenta.



3.     Segunda cuestión.- A menos que se lo perdone la opinión dominante, la mujer que aborta debe cuentas o respuesta por la destrucción de una cría que ha estado gestando. ¿Es y puede ser responsable de su aborto la mujer que lo consiente o lo provoca?

Voy a suponer ahora que puede haber tal cosa como un aborto doloso o malicioso y no discutiré ociosamente que la gestante puede causar su aborto con su culpa o descuido. Pero, ¿es y puede ser responsable de ello? Parece que no. La mujer que aborta no debe cuenta ni explicación de ello a nadie. Sólo a ella compete el asunto y a nadie más pertenece, porque hasta aquí a nadie más alcanzan sus efectos. 

Sé que usted va a preguntar: ¿y el embrión/feto no resulta perjudicado? Pues sí, claro: es destruido. Pero fetos y embriones humanos, por ser lo que son y estar en el estado en que están, son cosas que pertenecen estrictamente a la autonomía de la madre, a su vida exclusiva e innegociablemente personal, privada, a su cuerpo y conciencia. La gestante está en invencible capacidad material de hacer con la criatura que gesta lo que le dé la gana, pero como eso es de su ámbito estricta e innegociablemente privado, no da ni debe cuentas del asunto a nadie; ni el Estado puede pedírselas sin injusticia porque mientras no nazca viva, esa criatura es una mera pero no desdeñable expectativa de ciudadano, un miembro potencial no actual de la sociedad.

Si la mujer no debe a nadie, ni al cogenitor de la criatura, cuentas de la concepción –que en cuanto opción es, de hecho, exclusivamente suya de la gestante– ¿por qué tendría que darlas de la frustración de su preñez, que también lo es? Si la mujer no pertenece ni puede pertenecer a nadie, ¿a qué pretender que la cría que gesta y que no puede no estar en estado y condición de pertenecer, no pertenezca ni pueda pertenecer a nadie más que a ella?



4.     Y tercera.- A menos que se lo perdone graciosamente la opinión dominante, la mujer que aborta tiene que responder de ello, mediante la jurisdicción penal, ante la ciudadanía en que vive cuando se lo provoca o consiente. ¿Es y puede ser penal o cívicamente responsable la mujer que  aborta su embarazo?

Cuando la acción personal de un ciudadano causa o amenaza inminentemente causar detrimento a todos los miembros de la sociedad en que vive, si y sólo si perjudica lo de todos –el interés social o bien común o cívico– la República puede, por esa sociedad perjudicada, cobrarle cuentas al ciudadano dueño de esa acción socialmente nociva imponiéndole una pena, un sufrimiento o molestia que lo escarmiente, que enmiende o corrija su mal hacer. Eso es el el jus puniendi, la facultad estatal de exigir responsabilidad penal o personal a quienes con sus actos libres causen daño a todos, a la res publica. Como en general todo el ser y la operación del Estado, ese servicio, que presta su órgano jurisdiccional, está medido por su finalidad, que es servir a todos, a la sociedad. Por eso ni ésta puede facultar mediante ley al Estado para penalizar acciones o hechos personales que no causen o amenacen inminentemente causar un daño público, social, ni el Estado, aún estando facultado por la sociedad para ello, puede mediante sentencias judiciales imponer ni exigir castigo alguno por las que, ocurridas indubitadamente, no lo hayan causado efectivamente. (Sobre esto puede ver unas precisiones mías en Sexo homo en la perversa Uganda.)

Hay quienes me dicen que las prácticas abortivas son nocivas del bien común, del bienestar de los ciudadanos en su conjunto, de la sociedad. Mi particular percepción de esto es la siguiente. Verá. A nadie en uso de razón y con una brújula ética más o menos bien calibrada puede parecerle amable que una mujer elimine (o dañe) la cría que está gestando. Eso contraría nuestro instinto natural. También, no lo dude, el de la mujer que aborta. Pero que una mujer aborte –y le aseguro que los servicios hospitalarios y paramédicos atienden cada día muchísimos más partos indeseados y abortos espontáneos que abortos provocados– no lesiona, en absoluto, el bien común: sus derechos de usted, los míos, lo que es de todos. Y como no lo lesiona, parece razonable inferir que la sociedad no puede facultar a la República para que penalice esos abortos; ni ésta puede ni debe exigirle a la abortante responsabilidad alguna; ni el contribuyente puede ni debe permitirle a aquélla que destine sus recursos a cosas como la persecución, investigación, y castigo estatal de los abortos provocados, que extrañan o exceden lo que interesa y beneficia, en efecto, a todos.

Voy a ilustrar esto con un ejemplo. La República de Colombia tiene treinta y dos capitales de departamento y un distrito capital. Imagine que en este momento, mientras usted me está leyendo y por las razones que sea, por necesidad, miedo, enfermedad o vanidad, no importa, en cada una de esas capitales está practicándose un aborto: en este momento treinta y tres ciudadanas reales, miembros actuales de la sociedad, están sacrificando treinta y tres potenciales (o meras expectativas de) ciudadanos de la República. Ahora enfríe la cabeza y haga un ejercicio de honestidad. ¿Qué daño nos están causando o nos pueden inminentemente causar a usted, a mí y a todos nuestros convecinos de la República esos treinta y tres abortos? Le prometo que ninguno. Aunque no es amable, el prurito ético no es socialmente dañino: por extenso que sea.

Cada quien puede tener su valoración ética de las prácticas abortivas, como las tiene sobre las operaciones de cirugía estética, el sadomasoquismo, la coprofilia, las transfusiones de sangre, herbalife, la aromaterapia, la conversión genital, la religiosidad y la suerte de los embriones congelados. Es natural que cada uno crea que sus particulares ideas y creencias respecto de las cosas son mejores por más útiles y justas y convenientes que las de los demás y que pretenda convencerlos, ganarlos para ellas: al fin y al cabo, la comunidad de ideas es sal y sustancia de la asociación humana. Todos querríamos vivir en sociedad con convecinos afines a nuestro particular ideal de sociedad y de ciudadano, a nuestra peculiar ideología. 

Pero todos tendríamos que abrir mente y corazón a un hecho que entendieron los antiguos griegos cuando después de la Edad Oscura se vieron un día sin amo ni señor y encontraron en el Estado la herramienta que necesitaban para mantenerse todos así, convecinando igualmente libres: que la libertad máxima posible de cada uno es función necesaria de la libertad mínima posible de todos y cada uno los demás. Por eso para que cada uno pueda vivir al máximo según su particular ideario, para que cada uno pueda ser, en efecto, amo y señor de las cosas que sólo a sí competen, y como no puede ser tal en aislamiento, tiene que reconocer como igual al suyo el dominio y señorío que tienen todos los demás, cada uno sobre las suyas, y obrar con la consecuente respetuosidad que la idéntica libertad, que la idéntica, esencial respetuosidad de todos exige. Por ejemplo, absteniéndose de instrumentalizar los órganos estatales para imponer sus convicciones regulando banalidades como el uso y disfrute de los del sototorso humano. Vivir y dejar vivir. A esto llaman los economistas un óptimo de Pareto: para que en un sociedad todos los socios estén en posibilidad de conseguir mínimamente aquello a que cada uno aspira, cada uno tiene que proporcionar a ese mínimo común el máximo a que aspira y las operaciones que emprenda para conseguirlo. No hay, diría uno, requisito más primario y decente de la convivencia ciudadana.

Por todo eso, parece que nadie puede pedir cuenta ni razón a la embarazada que aborta la criatura que gesta. Ni siquiera, pese al viejo Hegel, el Estado. Ni quien no ha hecho efectivamente suya –y mire: justamente no va a hacerla tal porque no lo es– la crianza feliz de la criatura. (Si no, tendrían que parecerle a uno inteligentes y no injustas, por ejemplo, esas leyes de los Estados Unidos de Wisconsin, Minnesota, Dakota del Sur y Oklahoma, que facultan a las autoridades estatales de protección de la infancia para ordenar el encarcelamiento de la mujer embarazada con el fin de evitar que su consumo de alcohol u otras drogas ilegales perjudique o pueda perjudicar el feto, cuando la mujer se resiste a intentar la desadicción terapéutica por voluntad propia).

La explicación es corta: tener un hijo es un acto de amor, no de justicia. De todo esto resulta, a mi entender, que no se puede enjuiciar ni castigar, sin injusticia, a la mujer que se ha deshecho (ni impedirle a la que quiera deshacerse) de la criatura que gesta. Hacerlo o pretenderlo es pura violencia. La naturaleza, al fin y al cabo, no es tan complicada de leer. Hasta aquí esta consulta. Vale.–


5.     Delitos “quimera”. Diagnóstico y conclusión. 

Las anteriores observaciones me han figurado un diagnóstico que no se me ha pedido pero que creo prudente dar. Los medios ventilan el asunto pero no he conseguido averiguar cuántas condenas judiciales quedan cada año firmes en Colombia por delitos de aborto y lesiones voluntarias del feto, ni qué penas se han exigido por ellos, ni si la tasa de abortos está poniendo o no en peligro la estabilidad poblacional o de mercado. 

A mi entender, el delito de aborto (y el de lesiones al feto) es uno de esos que llamo en mis clases “ delitos quimera” – o sea: delitos que el legislador tipifica (puede que para satisfacer expectativas ideológicos de tal o cual sector de ciudadanos) a sabiendas de que no va a investigar, por ejemplo, porque no tiene ni puede tener noticia suya, ni a castigarlos porque son imposibles o casi imposibles de probar.
  • Prueba pericial: en tanto que invasiva, no puede practicarse sin un consentimiento al que por poder resultarle autoincriminatorio no está obligada la sindicada.
  • Prueba testifical: por idéntica razón el practicante del aborto y sus ayudantes no pueden ser llamados a testificar contra la abortante.
  • Declaración del cogenitor denunciante: si no prueba la existencia del feto no tiene nada que declarar sobre los hechos; si presenció personalmente la extracción, tendría que probar que le fue imposible evitarla para que su declaración no acabe cambiándolo de banquillo.
Esta tipificación delictual me parece un instrumento bárbaro de dominación masculina; al fin y al cabo, ¿quién más, si no un hombre malicioso o un agente suyo, va a denunciar penalmente a una mujer porque se ha practicado un aborto? 

Aunque no afectan en realidad a nadie, los delitos y contravenciones “quimera” –el aborto y el incesto en Colombia, la masturbación en Indonesia, la zoofilia en Alemania, la mendicidad pública en Barcelona, la pornografía extrema en el Reino Unido, por ejemplo– suelen excitar la receptividad ética de los ciudadanos. Por eso sirven sólo y tanto para avivar tensiones creenciales que en vez de cohesionar, los enfrentan, los enemistan, los distraen de las causas que son verdaderamente valiosas para todos y nos roban a los contribuyentes dineros dignos de mejores causas. 

Mi diagnóstico de jurista ciudadano es que ni la sociedad ni los funcionarios de la República pueden ni deben penalizar un hecho como el aborto femenino, cuyas causas más extensas una y otra, pudiendo y debiendo hacerlo, se resisten a paliar. Por ejemplo, no autorizando la sociedad (por motivos ideológicos) una política laica, científica, de educación reproductiva y planificación familiar, o no disponiendo el Estado su práctica cuando ha sido autorizado y encargado para ello. Si usted medita las razones que acabo de contarle, verá que la opinión que cada quien se forme sobre este asunto será más respetuosa de la libertad ciudadana cuanto con más grande alma cada quien reaccione ante los motivos de la mujer que aborta. No hay que hacerlos propios. Sólo respetar su peculiarísimas gravedad y magnitud. Ojalá nos ocurriese la magnanimidad o "grandeza de alma" individual a que obliga el debate público sobre este tema y la fuésemos imprimiendo en el carácter real de la República. Esto la haría, creo, más respetuosa de los amos a que sirve y no puede más que servir, que somos todos los ciudadanos. Tanto como a ella, a todos nos haría más humanos. Ahora sí nada más.



David Gutiérrez-Giraldo

Bogotá, diciembre 6 de 2015.









[1] Me consta haber leído en algún momento estos artículos de prensa referidos al aborto: Una cruzada contra la libertad reproductiva, de Jesús Mosterín; Abortion as a Blessing, Grace, or Gift: Changing the Conversation about Reproductive Rights and Moral Values, de Valerie Tarico; Parental notification laws obstruct access to abortion, de Claire Glass; Why this woman is facing decades in prison for having gone to the hospital y Satanists demand religious exemptions from abortion restrictions, de Tara Culp-Presser; Cottrez: le surpoids du silence, de Pascale Robert-Diard; Chine: 330 millions d’avortements en 40 ans, de Le Monde, y, curioso que soy, el documento La verdad del amor humano. Orientaciones sobre el amor conyugal, la ideología de género y la legislación familiar, de la Conferencia Episcopal Española. Incidental: Les délires de l’État nounou, de Sébastien Le Fol. Después de redactar el primer borrador de este ensayo y lo único que he consultado como para ilustrarme a propósito de éste son unos para mí curiosísimos datos de etología comparada referidos al aborto, que exponen en Woman: An historical gynæcological and anthropological compendium, Herman H. Ploss, Max Bartels y Paul Bartels (pp. 496-507, 520-523 de la edición a que remite el vínculo).

"Prohijar puede todo hombre libre", dice la Partida. Sobre la universalidad del derecho de adopción.




He recibido una nota de un estudiante averiguando mi postura respecto de la adopción de niños por parte de ciudadanos homosexuales y preguntándome si, según mi criterio de jurista, la Corte Constitucional colombiana debe decir la justicia de esa modalidad de adopción tal como se lo indique la opinión pública dominante o si, más bien, "debería optar por una posición más recatada y abstenerse [de decidir], para permitir que el proceso político natural solvente estos temas claramente divisorios. C.E." 

Se terció, pues, y le escribí a mi corresponsal los pasos de este ejercicio que indaga si es o no justo que los ciudadanos homosexuales hombres y mujeres adopten niños en solitario o en solidario (o sea, en parejas); o, lo que es lo mismo, si los Estados están o no obligados a conceder estatuto civil o jurídico a esas adopciones.
Cuatro argumentos de sobremesa están estorbando la justa decisión pública sobre este asunto. Arrancaré su refutación ayudándome de las Partidas o libro o fuero de las leyes, el derecho culto que en el siglo XIII mandó elaborar para sus reinos don Alfonso X, el Sabio, rey de Castilla

1. Que los homosexuales hombres y mujeres no pueden adoptar. ¿No es universal el derecho de adopción?
"Adoptio en latín tanto quiere decir en romance como prohijamiento, y este prohijamiento es una manera que establecieron las leyes –i.e. las costumbres–, por la cual pueden los hombres –i.e. los humanos– de unos ser hijos de otros, aunque no lo sean naturalmente." [Partida IV.Tít. XVI Ley 1]

La adopción de hijos ajenos es una manera de ese "movimiento natural por el que se mueven todas las cosas del mundo a criar y a guardar lo que nace de ellas" [Partida IV. Tít. XIX Ley 2]." Puesto que levantar y cuidar las crías es consustancial al ser humano –para la cría es condición y para el adoptante factor de realización personal–, parece forzoso concluir que los Estados están obligados a permitir, a facilitar y a reconocerle estatuto jurídico a la adopción. Tal cual, sin calificación.

Son tres los acreedores de esa obligación de los Estados. Uno, ético, es la especie humana para cuya pervivencia es indispensable ese factor de solidaridad intergeneracional que es la crianza de hijo ajeno. Los otros dos son jurídicos. La cría humana, a quien se le debe naturalmente la crianza que necesita para desarrollarse, para aprender a ser persona, para aprender la autonomía, la libertad. Y el mayor que adopta o quiere adoptar, a quien no puede impedírsele que realice en esa crianza la propensión (o libertad, si se quiere), también consustancial al ser humano, a reproducirse, a perpetuar la existencia individual en otros de la misma especie. Lo confirma así esta definición de la Partida IV:
Crianza es uno de los mayores beneficios que un hombre puede hacer a otro, lo que todo hombre se mueve a hacer con gran amor que tienen a aquel que cría, bien sea hijo u otro extraño. Y esta crianza tiene muy gran fuerza, y señaladamente que hace el padre el hijo, y comoquiera que le ama naturalmente porque le engendró, mucho más le crece el amor por razón de la crianza que hizo en él. Otrosí el hijo está más obligado a amar y a obedecer al padre, porque él mismo quiso llevar el afán de criarle antes que darle a otro. [Tít. XIX Ley 1. Énfasis mío.]
Podría uno decir que la adopción se perfecciona (o que es obligatorio para los Estados reconocerle juridicidad) cuando se cumplen dos condiciones. La primera es que la criatura que va a ser adoptada no esté amparada por potestad paterna, que sea adoptable. La segunda es la aptitud del potencial adoptante, que describen así los jurisconsultos del rey Alfonso: 
Piedad y deudo natural debe mover a los padres para criar a sus hijos, dándoles y haciéndoles lo que les es menester según su poder; y esto se deben mover a hacer por deudo de naturaleza, pues si las bestias, que no tienen razonable entendimiento, aman naturalmente criar sus hijos, mucho más lo deben hacer los hombres, que tienen entendimiento y sentido sobre todas las otras cosas. Y otrosí los hijos obligados están naturalmente a amar a sus padres, y hacerles honra y servicio y ayuda en todas aquellas maneras que lo pudieren hacer. [Partida IV. Tít. XIX. Cómo deben los padres criar a sus hijos y otrosí de cómo los hijos deben pensar en los padres cuando les fuere menester.] 
Si criar un hijo es darle y hacerle, en lo posible, lo que el hijo necesite, tal como cualquier persona en capacidad de engendrar puede optar por la paternidad biológica, así cualquier persona jurídicamente capaz tiene que poder optar por la paternidad civil. Y porque lo demandan la necesidad del niño y la aspiración natural del que quiere adoptarlo, el Estado no puede denegar esa opción si el niño está libre de potestad paterna y el adoptante prueba su capacidad para criarlo aceptablemente bien y manifiesta "querer llevar el afán de criarle"; o sea, si hace manifiestamente suyas las obligaciones que le causa respecto del hijo adoptado su condición de padre. No son muy gravosas:
[L]a manera en que deben criar los padres a sus hijos y darles lo que les fuere menester, aunque no quieran, es esta: que les deben dar que coman y que beban, y que vistan y que calcen y lugar donde moren y todas las otras cosas que les fueren menester, sin las cuales los hombres no pueden vivir, y esto debe cada uno hacer según la riqueza y el poder que hubiere, considerando siempre la persona de aquel que lo debe recibir, y en qué manera lo deben esto hacer. [Partida IV. Tít. XIX Ley 2]
No cuesta mucho ver que, a menos que no esté en sus cabales, viva miserablemente o sea un mal bicho, todo humano es apto para criar un hijo ajeno. No tiene que ser rico ni muy virtuoso. Ni tiene que tener un solidario en esa crianza. Ni tampoco tiene que ser heterosexual. Adoptar una criatura es, acaso más perfectamente que engendrarla, un acto de amor. Y cuanto más imperiosa es la necesidad de un niño, son, aunque igualmente finas, más modestas sus exigencias. Por eso dice la Partida IV:
Prohijar puede todo hombre libre que es salido del poder de su padre; pero es menester que el quisiere esto hacer tenga todas estas cosas: que sea mayor que aquel a quien quiere prohijar de dieciocho años, y que haya poder naturalmente de engendrar, habiendo sus miembros para ellos, y no siendo tan de fría naturaleza por la que se lo impida. [Tít. XVI Ley 2. Énfasis mío.]
Todo hombre libre es todo humano jurídicamente capaz. De manera que cualquier ciudadano en ejercicio que "haya poder" y vocación o "naturaleza" de criar, puede exigirle justamente a su Estado que no le impida adoptar hijos. Y todo ciudadano en ejercicio puede y debe requerir justamente a su Estado para que reconozca la universalidad del derecho de adopción y cumpla "el deudo de naturaleza" que tiene para con los niños que, a falta y necesidad de patria potestad, están provisionalmente al impersonal amparo de la suya.


2. Que los homosexuales hombres y mujeres no deben adoptar porque el menor no puede criarse bien sin el referente femenino o masculino que le faltará según si es adoptado por una pareja de hombres o de mujeres,. 
Puede parecer deseable que a la cría humana la levanten un hombre y una mujer porque en términos adaptativos para el humano es más "económico" o eficiente aprender desde que nace a relacionarse por igual con hombres y con mujeres, que son los géneros, las primeras maneras de ser de su especie. Pero, aunque sea deseable, la biparentalidad heterosexual no es ni puede ser necesaria (o sea, indispensable) para "criar bien" un humano; esto es: para moldear en su carácter una buena persona y un buen ciudadano. Y no es ni puede serlo porque la biparentalidad, a secas, es un factor, no una condición de la felicidad de las personas. No tengo que probar que en el mundo hay y ha habido miles de personas felices que fueron criadas por su mamá o su papá viudos y en solitario; o por su mamá, viuda, y la novia de su mamá; o por su papá, viudo, y el novio de su papá; o por dos tías o tíos carnales solteros que, a estos efectos y aunque no hubieran tenido entre sí un vínculo erótico-afectivo, tengo que contar como parejas homosexuales. De esto puede uno inferir una de dos cosas: que los cacareados referentes no son tan importantes, o que sí lo son pero que, siendo, como parece, la primera, la biparentalidad heterosexual no es ni puede ser la única vía de acceso de la cría humana a esos referentes.



3. Que los homosexuales no deben adoptar porque el hijo va a reproducir, o es muy probable que reproduzca, el comportamiento sexual desviado o anormal de sus padres.
Si el comportamiento heterosexual de los padres no puede evitar la homosexualidad ni es determinante de la heterosexualidad de sus hijos, tampoco puede el comportamiento homosexual de los padres evitar la heterosexualidad ni determinar la homosexualidad de sus hijos. [Sobre esto hay alguna referencia en mi nota Sexo homo en la perversa Uganda sobre la criminalización de los homosexuales en África.] Este hecho, me parece, prueba que este argumento es cuento chino.

Ahora bien. ¿Qué es un "comportamiento sexual desviado o anormal"? Puesto que el comportamiento sexual y la vida afectiva atañen exclusivamente a la determinación privada de cada persona, puede uno definir como "normales", por "respetuosos" (o sea, por respetuosos y respetables), cualesquiera gustos y preferencias erótico-afectivas que cada quien satisfaga en el ámbito de su privacidad y que en virtud de esa privacidad no injurien ni amenacen injuriar gravemente a otros. El criterio de normalidad de un comportamiento sexual sólo puede ser, parece, su respetuosidad. No se trata de disimulos, sino de vivir cada uno esa manera de su autonomía, sin intentar inducirla ni imponerla a nadie.

Por eso, creo, lo que debe preocupar no es esa bobada de la probable "homosexualización" de los hijos criados por homosexuales, sino la capacidad de los padres, homosexuales o no, para enseñar y ejercitar a sus hijos en el disfrute respetable y respetuoso de la sexualidad y afectividad que haga más feliz a cada uno.


4. Que los homosexuales no deben adoptar porque es altamente probable que abusen sexualmente de sus hijos adoptados.
Todo abuso sexual es un hecho desgraciado del que no es causa ni factor la preferencia erótico-afectiva homosexual o heterosexual ni el género masculino o femenino del abusador ni del abusado. Este argumento contra la adopción de niños por parte de homosexuales –la proclividad del homosexual al crimen, sobre todo sexual– es un argumento canalla que pudo tener su momento en la primera Roma cristiana, que entre Constantino y Justiniano castraba y mandaba los homosexuales a la hoguera; o en el Burgos de 1227, cuando, dice una versión, el Infante Fadrique de Castilla y su yerno, don Simón Ruiz de los Cameros, tuvieron muerte de hoguera condenados por nuestro antedicho rey Alfonso X, que era hermano de don Fadrique, acusados de pecado contra natura; o en la Medina del Campo del verano de 1497, cuando los católicos reyes don Fernado de Aragón y doña Isabel de Castilla mandaron en una Pragmática
que cualquier persona, de cualquier estado, condición, excelencia o dignidad que sea, que cometiere el delito nefando contra naturam estando en el convencido [-o sea: habiéndosele probado-] por aquella manera de prueba, que según Derecho es bastante para probar el delito de herejía o crimen læsæ Majestatis, que sea quemado en llamas de fuego en el lugar, y por la Justicia a quien perteneciere el conocimiento y punición de tal delito, y sin otra declaración alguna, todos sus bienes así muebles como raíces, los cuales desde ahora confiscamos, y tenemos por confiscados y aplicados a nuestra Cámara y Fisco.
Estas barbaridades jurídicas tendrían que estar enterradas con la teoría del criminal nato, del profesor Lombroso, y no pueden caber en ninguna sociedad moderna que aspire razonablemente a la felicidad de sus ciudadanos.

Respondo la consulta diciendo: que el derecho universal que a la crianza tiene todo humano en estado de ser criado y todo adulto con voluntad y capacidad de criar, causa para los Estados la obligación jurídica de otorgar estatuto civil a la adopción de niños por parte de sus ciudadanos homosexuales en solitario y en solidario. Es que, así como un Estado no puede, sin injusticia, destituir de sus hijos biológicos a un padre o madre a causa de la homosexualidad de ese padre o esa madre, tampoco a causa de su carácter homosexual puede, sin injusticia, impedirle a nadie que adopte plenamente hijos de otros y les satisfaga la crianza como si fuese padre suyo.

5. ¿Y los jueces?
La función de los jueces no es complacer la opinión dominante –eso es coto de caza de los políticos– sino hacer efectivos los derechos que tenemos las personas. Me parece que la solución óptima, esa donde todos podemos salir ganando, es que la Corte Constitucional de la República deje de derivar entre monsergas ideológicas, declare la universalidad del derecho de adopción y confirme las dos condiciones que necesita su perfeccionamiento. Todo pronto y de una vez, que hay por ahí muchos niños criándose sin padres y muchos adultos queriendo hacerlos hijos suyos. ¡Vale!


David Gutiérrez-Giraldo
Febrero, 2015