La República y las Visitas de Estado de la Santa Sede



Cuando en mayo de 2012 hizo público el nombramiento de don Germán Cardona como embajador de Colombia ante el Vaticano, dijo el presidente Juan Manuel Santos que lo despachaba con el encargo de conseguir que el papa haga una visita de Estado a Colombia. Con tal ocasión averigüé, para hacérselas saber, varias razones por las que una República no puede, sin pervertirse, convidar ni recibir en visita oficial al jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano. Las impone un hecho: la visita de un papa no puede ser acontecimiento de Estado si el anfitrión es una República genuina. Voy a explicarlas.



§ 1. Una constitución política es la forma que la sociedad adopta cuando se dota de organización estatal. Dos cosas definen su carácter: los objetivos naturales y particulares que, respectivamente, reconoce y adopta como “comunes” o del todo social, y la manera que dispone para que cada uno de sus ciudadanos participe en la consecución y el disfrute de esas metas.
La constitución es una democracia si el propósito de la sociedad es que todos y cada uno de sus miembros pueda realizar y realice con libertad, en la medida de lo posible y en una dinámica relacional de recíprocos colaboración y respeto con sus conciudadanos, su proyecto personal de vida. El que quiera.
Dicha reciprocidad impone que cada uno aporte a la empresa social en la medida que se lo permitan sus recursos; que nadie esté obligado a aportar más que lo que el funcionamiento exitoso de empresa necesite, y que todos participen en pie de igualdad y como a cada quien corresponda en los resultados de dicha empresa. Requiere, además, que sus términos, o sea cada ciudadano, sean, de hecho, igualmente libres. Esto es: que tengan análogas “independencia económica y autonomía intelectual,” de modo que sean, también de hecho y cada uno, dueños de sus decisiones. Y “respetuosos,” en la doble acepción de este adjetivo: satisfechos acreedores y cumplidos deudores del respeto ajeno en su trato interciudadano. Ambas cualidades suman la libertad real de cada uno. En realidad son tres: además de independiente y autónomo, el ciudadano tiene que ser virtuoso, buena persona, decente. La pobreza, la rusticidad y la maleficencia, juntas y por separado, pervierten la democracia y corrompen la personalidad o, diría el profesor Emilio Lledó, la “consciencia” que cada quien tiene de su “conciencia.”
A causa de esa igual respetabilidad, en la sociedad democrática no han lugar las prevalencias ni las dominaciones entre los ciudadanos ni entre ellos y el Estado que han fundado y que sostienen para que les sirva. Cada particular decide sobre lo suyo y las decisiones sobre lo de todos son consensuadas por todos. Puesto que a la decisión se llega por el consenso y a éste por la deliberación; y dado que el objeto de ésta afecta, en tanto que de todos, a cada uno, el ciudadano de una democracia sensu strictu no puede, sin abdicar de su libertad, ensimismarse, desentenderse de los asuntos públicos, dejar que otros decidan por él en su vida y demás cosas, ni adherir o someterse sin criterio a decisiones que erradamente cree producidas por el juicio compartido de sus conciudadanos.
La libertad real del ciudadano, su compromiso honesto con los asuntos públicos y su efectiva y eficaz participación en la toma de decisiones políticas, en las deliberaciones públicas –que afectan a todos y lo de cada quien- hacen que una democracia sea una República. El ciudadano republicano no es mero votante, ni mero contribuyente, ni mero administrado, a merced del capricho avaricioso de los agentes del Estado y sus patrones. Al ciudadano republicano no le rebanan la libertad las decisiones sociales, que son tan de todos como suyas de cada uno, y en cambio es más probable que le faciliten y enriquezcan el ejercicio de esa libertad. En esto se diferencian una República genuina, participativa, cual es formalmente la colombiana, y las democracias representativas o electoralistas, cual es en la práctica.


§ 2. La República se construye sobre un hecho natural: todo humano es persona y porque lo es tiene y puede tener cosas de las cuales están y pueden estar excluidas todas las otras personas. Esas cosas son “debidas” por todos los excluidos respecto de quienes son ajenas. Pueden o no tener valor económico, se llaman derechos –δίκαια, dice Aristóteles; iura, Ulpiano y Cicerón- y los de cada quien conforman su patrimonio.
Puesto que todas las personas son igualmente respetables, a cada una se le debe con igual obligación cada cosa que esté en su patrimonio particular: la calidad de titular de derechos es idéntica en todos. En contrapartida, pero por la misma razón y porque los derechos no se tienen en solitario –no hay débito sin crédito ni deudor sin acreedor correlativos-, cada uno debe con igual obligación tener y usar sus cosas de manera que beneficie [-recíproca colaboración-] o cuando menos no estorbe [-recíproco respeto-] los objetivos de la sociedad. En esto consiste la igualdad ciudadana, que vertebra la República y es principio de paz entre sus ciudadanos.
Ahora bien. Los humanos somos esencialmente iguales y en esa forma está nuestra juridicidad: somos idénticamente personas y, en una República, ciudadanos. Por eso a efectos públicos sólo cuenta y puede contar la naturaleza personal de cada uno de ellos; no sus accidentes, sus particularidades.

Son accidentes los idearios personales, esas convicciones que uno va adoptando y que le sirven como parámetros de vida. Es lo que la gente llama “mi conciencia”. Ahí alberga cada quien sus creencias religiosas. Si las tiene. Puesto que pueden tenerse o no y quien las tiene tiene las suyas particulares, son accidentes.
Como lo son, la naturaleza de la República exige que el Estado, sus funcionarios en tanto que tales y la sociedad, sean aconfesionales, laicos, ateos. Y les atribuye la obligación de cuidar que esas creencias no tiendan a desordenar la sociedad respecto de sus fines; la de respetar y hacer respetar de igual manera la de cada ciudadano; y la de dejarlas, para honrar ese deber, escrupulosamente en la intimidad de las personas.
La República es esencialmente pluralista. Pero también unitaria: sirve al interés social. De donde la genuina sólo puede ser anfitriona de visitas oficiales de carácter civil, esas que no trascienden ni extrañan el interés estrictamente público, social, ni se inmiscuyen en la intimidad de los ciudadanos. Por eso se llaman “de Estado.” Es accidental que el jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano sea el líder supremo de la confesión católica. Lo es. Y es antes papa que rey, así que su visita a un Estado extranjero tiene y no puede no tener primordial carácter religioso. La República no puede hacer suyo, sin injusticia, un evento de este tipo, que discrimina a sus ciudadanos ateos, agnósticos, humanistas y otros afiliados a confesiones no católicas. Esto tiene una explicación. El Estado y sus cosas son públicas, de todos sus ciudadanos por igual. Y hasta donde puedo tener noticia razonable, la visita oficial de un papa no lo es: no satisface ninguna necesidad social ni interés público sino un deseo particular compartido por unos ciudadanos que son sus únicos dueños. Por esta razón, tampoco un funcionario de la República puede, sin injusticia, rendir visita oficial al Vaticano.

Además de este vicio de inutilidad,  a las visitas pontificias hay que sumarles otro: su nocividad. Verá. Es de la República tolerar, respetar y proteger la libertad ideológica de todos y cada uno de sus ciudadanos por igual. Incluso, y en tanto que ideologías, está obligada a tolerar, respetar y proteger las no republicanas. Pero no puede, so pretexto alguno, suscribir ni vincularse a ningún ideario que instrumentalice las conciencias de las personas para minar desde dentro la sociedad republicana, para denegarles su libertad, que es su naturaleza. Esto le acontece al ideario dogmático católico cuyo discurso, que genéticamente es del evangelio [Mc. 16:15], es la razón de ser del papado.
Como “[p]or mí dominan los Príncipes, y todos los gobernadores juzgan la tierra” [Prov. 8:16.], un papa no puede dejar de pontificar que la mujer debe someterse al marido, el trabajador al patrón, el pobre al rico, el más ignorante al menos ignorante, el particular al funcionario, la sociedad al Estado y el Estado a los megarricos. Might is right: la fuerza hecha regla y el hecho, derecho. Es probable que en este razonamiento este consejo de no resistencia al poder tenga una explicación: le allana el camino a los funcionarios del Estado [y por ahí derecho a los patrones de éstos] para que puedan inmiscuirse en la privacidad del ciudadano y estragarle la libertad modelándole el carácter a voluntad: “El rey que está en la silla de juicio, con su mirada disipa todo mal.” [Prov. 20:8] Explicación confirmada por el mandato paulino: “Toda ánima sea sujeta a las potestades superiores: porque no hay potestad sino de Dios; y las que son, de Dios son ordenadas.” [Rom. 13:1] Un papa no puede contrariar a Pablo y de alguna manera tiene que decirle esto a su paciente cuando predica: no se afane por ser intelectualmente libre. Sea pobre de espíritu, sumiso, manso, y poseerá la tierra prometida. [i.e. el cielo, la bienaventuranza eterna. Mt. 5:4]. Decía mejor Salomón: “¿No clama la sabiduría y da su voz la inteligencia?” [Prov. 8:1]
Tampoco puede un papa contrariar la precisión joánica del primer mandamiento mosaico. Por ello tendrá que mandar así la subalternidad económica: “no améis el mundo ni lo que hay en el mundo, porque si alguien ama el mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas – no viene del Padre, sino del mundo.” [1 Jn. 2: 15-16] Sea en una plaza de Ouidah de la “República” de Benín, en la silla de Pedro o en el pereirano parque de la Libertad, recomendarle a nadie la pobreza, en cualquiera de sus manifestaciones: material o espiritual, es una canallada. Mucho peor habiendo, como hay, suficiente para todos.
Y, en fin, el papa tendrá que cerrar el nudo amenazando, metiendo miedo: “Y cualquiera que me oye estas palabras, y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; Y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, e hicieron ímpetu en aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina.” [Mt. 7:26-27]
Para esta gracia, mejor que Juan cante David, el rey salmista, en cuyo concepto de felicidad no caben la sumisión intelectual ni la pobreza. Es feliz quien “gobierna sus cosas con juicio”, quien es autónomo. Quien no es pobre: “Hacienda y riquezas hay en su casa”. Ni amarrado: “Esparce, da a los pobres.” Cosas que hacen la felicidad si y sólo si van anejas a la decencia: “La generación de los rectos será bendita.” Tal como el ciudadano excelente descrito por Aristóteles, el bienaventurado del salmo “de mala fama no tendrá temor”. [Sal. 112] Esta prédica sería bienvenida por la República. Pero el papa no puede hacerla. Tiene que indoctrinar según san Juan. El ciudadano republicano exige en justicia. A diferencia del bienaventurado del Sermón de la Montaña [Mt. 5:1, 7:28], no llora para recibir consolación. Y, puesto que es “respetuoso” [cp. Sal. 37:21], tiene satisfechas su hambre y su sed de justicia.

Hasta aquí por qué la visita oficial de un jefe del Estado de la Ciudad del Vaticano no puede ser civil ni, siendo lo que es, republicana.



§3. Lo que acabo de explicar, que vale para cualquier República, se particulariza en Colombia de tal modo que a su jefe de Estado, quien la representa ante los demás Estados y está obligado a “garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos” [artículo 188 Constitución Nacional: CN], le está prohibido incluir en la agenda estatal la visita oficial de la Santa Sede o jefatura de Estado vaticana.
La sociedad colombiana está organizada como una República democrática participativa. [Artículo 1 CN] Que funcione como tal, es, desde el designio fundacional del general Bolívar, el objetivo común formal, constitucional, de todos sus ciudadanos; hacerlo realidad, función esencial del Estado y de cuantos agencian por él. La actuación estatal, que incluye los servicios de dirección y promoción de las relaciones internacionales de los artículos 189.2 y 226 CN, respectivamente, no puede no subordinarse a esa finalidad, que es el factor de conjunción o coordinación de toda la actividad social. Esa subordinación es un derecho de la sociedad y el Estado colombiano no puede defraudárselo dándole a una visita papal, que es antirrepublicana, el carácter de acontecimiento estatal. Muchos menos a sabiendas de que tiene el ojo indoctrinador puesto en los jóvenes a quienes, por constituir el “segmento demográfico” más vulnerable a la propaganda, manda la Constitución especial atención. [Artículos 44s CN]
La sociedad colombiana está organizada como una República unitaria y pluralista. [Artículo 1 CN] Es, pues, obligación del Estado servirle al todo social y a cada uno de sus miembros, sin hacer acepción de personas. Esto es: tratando por igual a cada uno como ciudadano sin contar con sus particularidades –igualdad aritmética: aquí la unidad- y respetando y protegiendo por igual, al mismo tiempo y con el mismo celo, el acervo de particularidades de cada ciudadano –igualdad geométrica: aquí el pluralismo-. El jefe del Estado no puede eximirse de esto, ni siquiera cuando presta el servicio de ordenar las relaciones internacionales de Colombia: su función natural es simbolizar o significar “la unidad nacional”. [Artículo 188 CN]
Precisando la libertad que tiene cada ciudadano para elegir y vivir su propio ideario, la sociedad colombiana [artículos 18s CN] reconoce la facultad natural que tiene “toda persona” de elegir libremente confesión religiosa, afiliarse a ella, practicar sus ritos y profesarla y difundirla en forma individual y colectiva”. Manda que nadie sea “molestado por razón de sus convicciones o creencias ni compelido a revelarlas ni obligado a actuar contra su conciencia.” Es claro: salvo por cuanto le toca para protegerlas, el Estado colombiano no puede intervenir en las prácticas religiosas o creenciales libres y responsables de sus ciudadanos; en consecuencia, se obliga a tratar en pie de igualdad “[t]odas las confesiones religiosas e iglesias.” La República de Colombia no puede recibir la visita oficial de un papa sin quebrantar la igualdad de trato que les debe a todos los afiliados de cualesquiera confesiones y a los librepensadores -ateos, agnósticos, seglares y humanistas, por ejemplo- que no están adscritos a ninguna. Por el mismo razonamiento, el presidente de Colombia no puede hacer visitas de Estado a la Ciudad del Vaticano.
En un lance de justicia y si recibiese así al papa, Colombia tendría que recibir en visitas análogas, por ejemplo: al Presidente de la “República” Islámica de Irán, por el o los musulmanes shiítas que haya en Colombia; a Mohammed VI, rey de Marruecos, por el o los musulmanes sunitas que haya en Colombia; y a Isabel II, reina del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda y suprema gobernadora de las iglesias de Inglaterra y Escocia, por el o los fieles que de éstas haya en Colombia. Pero seguiría forzando a sus ciudadanos ateos, agnósticos, humanistas y seculares a estar vinculados por vía pública a un acontecimiento religioso. Lo mejor es que la República se abstenga, para que no agravie. No es de su naturaleza.

Injusto como es este agravio ideológico, viene agravado porque la discriminación que acabo de mencionar conduce a la utilización injusta de los dineros del Estado.
Es de la diplomacia que el Estado anfitrión corra con los gastos que generen las visitas oficiales que reciba de jefes de Estado y de gobierno extranjeros. Los recursos del anfitrión son de todos sus ciudadanos: de los católicos, no católicos, anticatólicos, y de quienes son contrarios, indiferentes o aficionados a la visita de tal o cual jefe de Estado extranjero. Así como la obligación de uno, como contribuyente, no excede ni extraña la propia capacidad contributiva, la aplicación de los fondos públicos por parte del Estado no puede exceder ni extrañar lo que estrictamente exija la satisfacción mediata o inmediata de las necesidades reales que afectan a toda la sociedad, de las necesidades públicas. Pagando la visita oficial de un papa la República propicia que un sector de la sociedad se aproveche del haber público para satisfacer unos deseos e intereses de los cuales los ciudadanos que conforman dicho sector son los únicos responsables.
La sociedad colombiana está organizada como una República fundada “en la prevalencia del interés general,” [artículo 1 CN] que es el de todos. El único interés general que puede tener una visita oficial de dignatario extranjero es la expectativa de un provecho intelectual o económico, por ejemplo, para todos los miembros la sociedad anfitriona. No he conseguido ver cuál puede esperar Colombia de las visitas pontificias.
Parece que hay que descartar, además del intelectual, el económico. Es un hecho que la marca o imagen papal mueve muchísimo dinero. Pero no, como nos lo vende la propaganda, que por ello sean buenas para el Estado anfitrión. En la República un acontecimiento o negocio de Estado sólo puede ser bueno si su objetivo tiende a beneficiar o complacer mediata o inmediatamente a todos o casi todos los miembros de la sociedad anfitriona.
Digamos que una visita papal es epicentro de una especial animación de la actividad económica local. Lo es todo acontecimiento masivo, sea o no patrocinado por el Estado. Sucede con las temporadas taurinas y deportivas, los festivales culturales y las fiestas populares. Se lucran los hosteleros, los transportistas, los fabricantes y vendedores de gorras, camisetas, ponchos, recuerdos y rancho de subsistencia. Eso está bien y justifica que la República patrocine estos acontecimientos. Pero no hay que llamarse a engaño. Es muy probable que cualesquiera ganancias que una visita papal [o un reinado de belleza] pueda generales a los minoristas y, me aventuro, a gigantes como Coca-Cola o Nestlé, por ejemplo, sean, aún sumadas, una minucia en comparación con el gordo que pueden generar y generan para las empresas de telefonía, internet, televisión, radio, prensa escrita y análogas, para sus dueños y los adláteres de éstos. El papa es un personaje esencialmente mediático, se debe a los canales de comunicación, a todo aquello que le sirva para predicar el evangelio. Y aquí empieza uno a intuir que no es precisamente la piedad, ni siquiera el afán de cautivar el voto católico, lo que mueve o puede mover al presidente de una República como el colombiano y, por inercia, a su embajador, a saltarse a la torera la Constitución para suplicar y conseguir una visita pontificia.

Barrunto un motivo más bien tuerto, algo así como un favor o gracia que el presidente quisiera pagarle o hacerle a alguien sirviéndose del Estado. Voy a explicar esta espina con un ejemplo inocente y a suponer que el presidente le prometió el evento papal a la hoy beata Laura Montoya a cambio de este milagro: que Colombia sea una República con paz y pan. Se lo prometió como jefe de Estado. Nos comprometió a todos y entre todos tendremos que pagar la apuesta porque, si la ganamos, también todos nos beneficiaremos del milagro. Como este asunto de los milagros es imposible cuestión de fe, que es de cada uno, nadie que no crea en ellos puede ser obligado a empeñar prenda por uno. Otra vez aquí la discriminación, que anula la promesa presidencial.
            Pero no por nula la visita papal deja de ser un buen negocio: el dinero que los ciudadanos pagan por ella [directamente y a través del Estado] se multiplica. Sin embargo -aquí la objeción-, el producido no es para su dueña natural, que es la sociedad conformada por todos, contribuyentes y no, sino para la beata, que no ha apostado, o sí pero proporcionalmente muy poco. El problema es que la beata está muerta: no va a cobrar ni un céntimo. Y no la hereda la República, que sería lo justo, sino los inceptores de la promesa; es decir, los oligopolistas de las comunicaciones y su socia, cliente y amiga: la iglesia católica, quienes habiendo apostado menos ganarán más que los que han apostado más que ellos.

El uso de esos fondos no sólo es injusto por romper de manera tan negrera la igualdad ciudadana. Es, además, tremendamente perverso. Verá. Nuestra naturaleza prohíbe, en efecto, “[l]a esclavitud, la servidumbre y la trata de seres humanos en todas sus formas” [así lo reconoce el artículo 17 CN]. En esta prohibición cabe, a no dudarlo, la instrumentalización de la conciencia de los ciudadanos, la utilización interesada de sus idearios para inducir decisiones políticas [y privadas] que, de no mediar esa inducción, los ciudadanos no consensuarían [ni consentirían]. Parece que esta usurpación es ejecutada mediante la propaganda por los “inceptores”, unos pocos megarricos locales y transnacionales –y aquí cuento el haber vaticano/eclesial-, con por lo menos dos fines.
Uno, conquistar mercado para sus productos y generar simpatía o benevolencia por parte de unos ciudadanos que para ellos no son más que consumidores, clientes actuales y potenciales. El otro, miserable donde los haya, es forzar la opinión verdadera que esos ciudadanos tienen o pueden tener acerca de sus aspiraciones y objetivos, hasta suplantar esas aspiraciones y objetivos en dicha opinión por los suyos propios: una sociedad irresponsable y/o ignorante no puede no acabar suicidándose por cuenta de esta instigación bellaca. Es fácil caer en esta trampa. El ciudadano engañado consiente, más temprano que tarde, que el Estado ponga la sociedad, lo suyo y lo de todos al servicio de esos pocos. [Desde hace un tiempo, por ejemplo, están en promoción y venta la “sociedad del conocimiento”, la “economía del” y la “basada en el conocimiento”. Como muestro en otro sitio, estas concepciones son antirrepublicanas por injustas. Pese a los desastrosos efectos que pueden prevérseles para el orden social real –y dese cuenta de cómo opera la suplantación-, las suscribe la Unesco, son las “novedades” que inspiraron unas políticas de educación superior propuestas por el gobierno colombiano en 2011 y la gente se las está creyendo, las está incorporando a su ideario.]
Este idiota ideal agotará su carácter ciudadano en dos momentos. Uno es el del voto, mediante el cual y, por qué no, a falta de identidad ideológica, irá por los aspirantes que han hecho la campaña electoral más eficiente, que suele ser la más costosa. Esto no sería reprobable si, una vez encargados, los elegidos y sus cortes no ejercieran su función para –o “también” para- recompensarles favores a los benefactores de sus campañas anteponiendo los intereses de éstos al general verdadero de la sociedad. El otro momento es el de pagar impuestos: el ciudadano hace su aporte al fondo común que, también y como otra manera de devolver aquel favor, destinan y aplican mal los funcionarios. Un ciudadano subalterno, no-libre y robado, no es de la democracia republicana.
           
La República no puede, sin pervertirse, dejar que nadie haga de ella una plataforma de neuromárqueting donde a punta de armas conceptuales los dueños del mercado les modelan a las personas sus caracteres según necesitan ellos para mejor lucrarse. El ciudadano republicano no es el del Tercer Estado, descrito por Sièyes en su celebérrimo panfleto de 1798: una persona que en vez de perseguir sus derechos consiente en pagar por ellos, que acepta que se los vendan en lugar de restituírselos y que, además, accede a comprarlos. Es lo que hay cuando políticos y funcionarios, cuando el Estado no le sirve a la sociedad sino al dinero. De este [o por lo menos de un muy análogo] mal que denunciara, entre otros, Catón el Joven, murió la República Romana.
Si, aun no consintiéndola, el Estado no puede evitar esta barbaridad, es injusto que no impida que acaben financiándola sus perjudicados. Los recursos públicos tienen que destinarse a la eliminación de las inseguridades humanas; a optimizar los servicios estatales de gobierno y administración; a satisfacer las necesidades de nutrición, ciencia, salud, educación, cultura, saneamiento ambiental, infraestructuras y agua potable [cp. artículo 366 CN] que tiene la sociedad; a conseguir cosas de las que todos los ciudadanos, cada uno en su medida, obtengamos o podamos obtener placer o beneficio. Cosas que, como las que debería hacer y no hacen las religiones ni [mucho que digamos] el máximo pontifex o “hacedor de puentes”, unan; cosas que causen amistad ciudadana, cohesión social. Esas cosas, en fin, que no se consiguen sin la recíproca colaboración ni se disfrutan sin el recíproco respeto de los conciudadanos.
La República no puede poner esa cohesión en peligro haciéndose “cómplice de los privilegios” en perjuicio de las personas. Ni puede permitir que la manipulación interesada vicie las deliberaciones sobre las cosas públicas y, por la vía de la estafa, mediante artes de ingeniería aplicadas a la opinión pública consiga que los ciudadanos, en vez de consensuar las suyas según sus circunstancias y su juicio, asientan como propios un estado de cosas y una razón de existir que le son ajenos, banales y perjudiciales. Y tampoco un ciudadano republicano, viendo que el jefe de su Estado está a punto de hacerlo, puede no advertírselo.

No son los principios constitucionales lo que hacen una República sino su puesta en práctica. Contentarse con menos es resignarse al formalismo: preferir, aun involuntariamente, la expectativa a la realidad, la deuda al pago y la democracia representativa a la participativa. Y por el formalismo a la perpetuación del statu quo, aunque sea injusto. Los ciudadanos que caen en ello se hacen trampa ellos mismos como quien se hace trampa para ganarse cuando juega al solitario. Esta trampa es incapaz de adecentarse aunque sea inducida por el Dr. Edward Bernays, el de la ingeniería de opinión, y pueda explicarla eso que por los mismos 1930s los psicólogos Daniel Katz y Floyd H. Allport empezaron a llamar “ignorancia pluralista”. Hasta aquí lo que anuncié al principio. ¡Salud!

David Gutiérrez-Giraldo