La libertad, los delfines de Taiji y las ratas de Hameln.


Con ocasión de unas explicaciones de la racionalidad humana y la falacia naturalista, hice con unos estudiantes un ejercicio valorativo de la racionalidad de la matanza anual de delfines en Taiji, Japón; de la prudencia de un pronunciamiento diplomático; y de la decencia de tres argumentos defensivos del Estado japonés. Cada miembro del grupo hizo su ejercicio. Esta es una aportación al programa educativo de prevención mundial del genocidio, del Holocaust Memorial Museum, para que nunca se olvide. 


1. La dificultad. 

   El nombre de sevicia o fiereza se toma de la semejanza con las fieras, que también se dicen salvajes [...]. [H]ablando con propiedad, la fiereza o sevicia hacen alusión a que alguno, al imponer penas, no tiene en cuenta la culpa de aquel a quien castigan, sino sólo el deleitarse en el sufrimiento de los hombres. Y así es evidente que tal deleite no es humano, sino propio de los animales y originado o por una mala costumbre, o por la corrupción de la naturaleza, como los demás sentimientos bestiales. [...] La crueldad es malicia; la fiereza, bestialidad. 
Tomás de Aquino. ST II-II q. 158 a. 2. 
Cada año, entre septiembre y marzo, centenares de delfines y ballenas son emboscados masivamente en la ensenada de Taiji, Japón. Los menos son capturados por los pescadores para ser exhibidos en delfinarios; los demás, que son muchos, picados con garrochas y arpones para volverlos carne de mercado. Se figurará bien de qué hablo si ve el documental The Cove, de Louie Psihoyos y Richard O'Barry.

Hemos sido unánimes en que la matanza anual de delfines de Taiji es una crueldad. Parece que nos funciona bien la razón natural, puesto que esa malicia nos causa repugnancia. El objetivo de este ejercicio es comprobar si esto en que estamos de acuerdo es verdadero o falso y si, en consecuencia, nuestra repugnancia está correctamente justificada o no; si fue o no razonable una protesta pública de la embajadora Caroline Kennedy, y si son o no inteligentes y por ello (objetivamente) decentes los descargos del gobierno japonés. 

Esta comprobación pasa por averiguar porqué esa práctica de Taiji es objetivamente cruel o inhumana o porqué no debe ser o porqué debe prohibirla el Estado japonés. Algunos de ustedes reprueban la matanza por los fines con que se realiza: su control poblacional, y el consumo y cautiverio para exhibición. Otros la reprueban por la peculiaridad de su objeto: el delfín. Yo creo que esa práctica es objetivamente mala porque es un ejercicio cruel de la libertad.





2. Los delfines y estas tres cosas a que los humanos no podemos no propender: eliminar o precaver las pestes, nutrirnos y complacernos, y conocer.

Se dice que en 1284 hubo en Hameln, un pueblo del norte de Alemania, gran invasión de ratas y ratones. Para deshacerse de la plaga, los hamelineses contrataron a un flautista que atrajo los bichos con su música hasta dentro del río Wesar, donde se ahogaron. ¿Le sorprende que hable de un ahogamiento de ratones, cuando he dicho que voy a hablar de una masacre de delfines? Eso es porque la eliminación de una plaga de ratas no produce en usted ninguna inquietud ética. Las ratas son una “peste”; nos transmiten enfermedades y compiten con los humanos por alimentos. Y como son una peste, evitarlas no es mera opción sino un deber, algo que debemos hacer para preservarnos. Los delfines pueden llegar a ser una peste. Como los humanos y los cocodrilos, son “depredadores alfa”; por eso, de crecer exageradamente su población, los humanos tendríamos que eliminar los excedentes. Evitar las pestes es de nuestra naturaleza. Por eso, cuando son pestes, es igualmente correcto o "debido" matar delfines que ratones de granja.


También es de nuestra naturaleza alimentarnos, y hacerlo bien y placenteramente. (Por eso dice uno que "así" debería alimentarse todo el mundo.) Puesto que los humanos nos alimentamos, como toda especie, de lo que podemos y tenemos, tampoco tendría que producir inquietud ética que se sacrifiquen delfines –ni otros animales no humanos– para consumir su carne o satisfacer con ella una demanda de mercado.

Contra tertium.– Creo que un apropiado cautiverio en delfinarios tampoco tendría que producir mayor prurito ético, verá. Es de nuestra naturaleza averiguar, aprender, conocer y reconocer nuestra propia existencia en todo lo que uno percibe distinto de uno mismo. La curiosidad propulsa el conocimiento científico, desde luego, pero también lo propulsa una especie de φιλία o afección por las cosas que vamos conociendo; especialmente por las vivas, más afines a nosotros. No hay que decir que tal amor entraña un sentimiento inter-pertenencia (o una convicción de inter-dependencia)
que nos mueve necesariamente a indagar y cuidar esas cosas. Más perfecto es el conocimiento cuanto más íntima, comprensiva y aguda es nuestra percepción de la cosa –o sea, cuantos más sentidos compromete uno en esa percepción. Por eso, puesto que la mayoría de los animales que existen están, cada uno por peculiar razón, fuera del alcance directo de los sentidos del común de la gente, me parece que los acuarios son, tanto como los zoológicos y los circos de animales, herramientas insustituibles del conocimiento. Si no en sus hábitats, ¿dónde mejor que en el delfinario puede uno constatar de primera mano el carácter tan especial de los delfines? Si no hay riesgo para la especie, qué de irracional tiene maravillarse con la majestad de una tarántula en su terrario, de las medusas en su acuario, o de los ratones que sirven a la ciencia cautivos en los laboratorios?


3. La moderación en nuestra relación con el ecosistema, exigencia de la naturaleza humana.

El conocimiento, tanto como la alimentación o la evitación de las pestes, son funciones biológicas - naturales - que los humanos ejecutamos compitiendo por recursos con las demás especies vivas .  



Puesto que los de la nuestra tenemos cons/ciencia de esa competencia, a diferencia de los de las demás, podemos elegir la manera como intervenimos u operamos en ella. Elegimos, por ejemplo, cómo nos deshacemos de las ratas o delfines que estorban, cómo cazamos los delfines que vamos a comernos (o cómo se cazan las ratas que van a comerse quienes comen ratas), y la calidad de vida que damos a los animales que tenemos en cautiverio. Esa libertad de elegir nuestra operación en el ecosistema, esa ventaja relativa que tenemos respecto de las demás especies y que nos permite servirnos de ellas, nos impone la deuda correlativa de tratarlas según la respetuosidad (o reverencia) que nos inspira o debería inspirarnos la percepción de su existencia, de su naturaleza (creo que aquí estoy parafraseando a Aristóteles, no sé). Esa deuda mide u orienta o tendría que orientar el ejercicio de nuestra libertad (en todos los aspectos, porque todos los nuestros las afectan actual y/o potencialmente). Puesto que esa deuda u obligación es de moderación, la racionalidad o inteligencia o bondad de la elección y su consecuente operación dependerán de qué tanto se orienten una y otra a satisfacerla. Esa será la opción más "humana": la mejor o una de las mejores de entre otras igualmente factibles.


4. La compasión o simpatía, factor de optimalidad de la elección humana.

Para deshacerse de las ratas el flautista de Hameln tenía estas tres opciones que voy a suponer, a efectos de este ejemplo, igualmente factibles, eficientes y costosas. Una, ahogarlas en el río Wesar. Otra, llevárselas con su música y dejarlas en el vecino pueblo de Coppenbrügge. Y la tercera, llevarlas a la iglesia o a un granero, encerrarlas, e incinerarlas prendiendo fuego como hicieron las SS alemanas a las mujeres y niños de Oradour-sur-Glane, Francia, en junio de 1944. 

De entre las tres opciones, el flautista eligió libremente la primera. A lo mejor porque, como a usted y a mí, la razón se la mostró como la mejor o menos cruel: de las tres, parece la que menos dolor podía causarles a las ratas y la que menos podía perjudicar a los vecinos. 

El flautista eligió lo menos gravoso. Porque, seguramente, como a usted y a mí, le repugnó más quemar los animales vivos o dañarles la salud a unos paisanos y además ganar su enemistad, que ahogar las ratas en el río. "Naturalmente", diría uno: el flautista actuó “humanamente”, no "como una rata" (y a lo mejor por eso los hermanos Grimm escribieron la historia del flautista para que la leyeran los niños). Voy a explicar porqué me parece que actuó humanamente, y a lo mejor eso explique también porqué la matanza de delfines de Taiji es, objetivamente hablando, una malicia, una deshonra a la inteligencia.

Parece normal o razonable que a los humanos nos causen aversión o asco el dolor, el daño, el menoscabo, y que rehuyamos las causas de todo eso. Lo que no parece normal ni razonable es que el humano se duela en exclusiva de lo suyo, sino, más bien, y porque es consciente de las cosas de que tiene noticia, que se com-padezca, que sienta con, que se represente el dolor de las cosas que sienten o pueden sentir, y que también se duela del menoscabo o la destrucción de cosas que no sienten o no pueden sentir. 



Por eso, por ejemplo, nos parecen cosas “horribles” – nos causan horror - la mortandad africana por virus ébola, la extinción del baobab o del chigüiro, la deforestación de la Amazonia, el exterminio chino de (también) la población coralina del Pacífico, el incendio de la biblioteca de Alejandría, o la destrucción de las montañas calizas de Tailandia. Decimos que es “natural” que uno sienta así (o que ese es un sentir correcto) porque lo propio de los humanos es la compasión, la sim-patía (o capacidad de sentir con el/lo otro).

El contrario de la compasión: la fiereza o crueldad o bestialidad, es propia de animales que no pueden tener cons/ciencia del dolor ajeno y que, a diferencia de los humanos, no pueden causarlo innecesariamente. Cuando una leona caza un antílope, por ejemplo, o un quebrantahuesos una liebre, operan “sin compasión”, sin “consideración”, porque no perciben ni pueden percibir cada uno en el antílope o en la liebre nada distinto de lo que ahí y entonces no pueden no comerse. Por eso, puede uno aventurar, ni la leona ni el quebrantahuesos causan ni pueden causarle al antílope ni a la liebre más ni menos daño que el que se necesitan para hacerlos comestibles. Los humanos sí - por eso hemos tenido que inventarnos cosas como los usos y reglamentos de la guerra -, pero eso no es humano. 

Como no es humano que teniendo, como el flautista de Hameln, otras opciones, los matadelfines de Taiji operen sin compasión y con la crueldad de alguien que no sabe obrar como debemos los humanos o de acuerdo con lo que somos los humanos. Puesto que la civilización consiste (o tendría que consistir) en la adecuación (o refinamiento) de nuestro actuar al avance (o refinamiento) de nuestro conocimiento, quizás lo dicho hasta aquí sirva como prueba (o al menos como indicio) de que la matanza de delfines de Taiji es, en efecto, una salvajada. Y quizás con base en ello pueda uno afirmar, con razonable probabilidad de acierto, que aunque allá en Japón se opine o haya opinado siempre lo contrario, quien aprueba o consiente de alguna manera esa práctica está (objetivamente) equivocado; y que su sabiéndolo persiste en en el error, sea un loco o una mala persona. 


5. La obligación de opinar sobre cosas públicas y comunes, y el derecho de no intromisión diplomática del artículo 41 de la Convención de Viena.

Parece normal y razonable, pues, que un ciudadano de a pie tenga no sólo la posibilidad sino también el deber de denunciar y hacer por que se detenga una barbarie como la de Taiji. al fin y al cabo, es propio de nuestra civilidad formarnos juicios y opinar públicamente sobre cosas que nos afectan o pueden afectarnos a todos. En esto somos bastante unánimes. Pero no en si fue o no razonable que la embajadora Kennedy, obligada a no entrometerse en los asuntos de su Estado anfitrión, escribiera esta tuit que traduzco: 



"Profundamente preocupada por la crueldad de la matanza de delfines por acorralamiento. El gobierno de Estados Unidos se opone a la pesca mediante acorralamiento." 


Que haya habido o no intromisión depende de si lo de Taiji es o no uno de esos asuntos que, por ser “internos” o “privados” de un Estado, no admiten crítica ni comentario por parte de los agentes diplomáticos y consulares extranjeros acreditados en ese Estado. No creo que esto ofrezca mayor dificultad. Por las características y previsibles consecuencias que ustedes anotaron –que es una vergüenza para la humanidad y un riesgo potencial para el ecosistema–, parece que la masacre de Taiji no es asunto interno ni privativo de Japón ni de nadie en particular, sino público y de interés global. Por ello puede uno pensar que la embajadora Kennedy no sólo no debía callar sino que debía manifestarse, según hizo y según hemos hecho realizando este ejercicio.

Ahogados los ratones, en Hameln se negaron a pagarle al flautista su servicio. Ningún hamelinés dijo ni pío. Nadie opinó, ni protestó, ni denunció. Fue como si todo el mundo hubiera aprobado (y por tanto hecho suyo) ese engaño, ese menosprecio para el flautista.

Al cabo de unos días de rumiar su plan, el flautista volvió a Hamlin un día de iglesia para cobrarse la afrenta. Tocó la flauta por las calles desiertas y en breve tuvo tras de sí a todos los niños del pueblo. Y, como los ratones la otra vez al río, encantados por la música del flautista lo siguieron los niños hasta una montaña donde desapareció para siempre con todos ellos. Mejor dicho, con casi todos. Se salvaron dos: uno, ciego, que no podía saber a qué montaña los habían llevado; y otro, sordo, que no pudo contar nada. Los niños de Hameln se perdieron, y para siempre, porque nadie dijo nada. Esos males eran evitables.

Fue como una premonición de esto que escribió el poeta y teatrero alemán Bertolt Brecht con lo que el pastor Neimöller dijo que hicieron y les pasó a los ciudadanos alemanes que permanecieron impávidos ante las atrocidades del Reich nazi en la primera mitad del siglo XX:

Primero [los nazis] vinieron por los socialistas, y no dije nada porque yo no era socialista.
Luego vinieron por los sindicalistas, y no opiné porque yo no era sindicalista.
Vinieron entonces por los judíos, y no protesté porque yo no era judío.
Al final vinieron a buscarme, pero ya no quedaba nadie que hablara por mí.


6. Tres argumentos indecentes, por falaces, del Estado japonés.

Corren otros tiempos y, mal que bien, la humanidad va capitalizando sus lecciones. Ante la cada vez mayor presión del repudio ciudadano (casi universal) a la matanza de Taiji, con ocasión del tuit de Kennedy el gobierno japonés ha salido al quite de las acusaciones y pretendido defender lo indefendible con estos tres argumentos bobos que hacen de su justificación un cuento chino más bien macabro.

Uno: que el delfín es un sector de la industria alimentaria japonesa y por ello no debe ni va a prohibir su caza ni la modalidad de caza de los pescadores de Taiji. Muy bien: la industriosidad es una propensión natural que los humanos realizamos con los recursos del entorno. Nada que objetar; a condición, eso sí, de que ese engranaje en la “cadena alimenticia” –que, como es consciente, requiere de nuestra "industria" o destreza– sea inteligente. O sea, siempre y cuando utilicemos esos recursos “racionalmente”, con admiración y respeto, con moderación. (Si cambia “utilicemos” por “negocie con”, podría adivinar una refutación de una teoría perversa llamada “darwinismo social.”)

Dos: que no debe ni va a prohibir la cacería de Taiji porque es tradición desde el siglo XVII. ¿Y qué? Mire: no pagar las deudas, por ejemplo, es una malicia porque introduce la discordia entre los ciudadanos, perturba la paz que es primera condición del buen vivir de las personas. No pagarle al flautista, aunque en Hameln hubieran tenido la costumbre milenaria de no pagar las deudas, es un robo (que es irracional porque contradice nuestra naturaleza simultáneamente dominadora y civil o social). Tal si hubiesen tenido la costumbre milenaria de incinerar animales vivos o contagiar voluntariamente sus pestes a los vecinos: ni la habitualidad ni la legalidad de una práctica la purgan de su irracionalidad, de su estulticia. 
Tampoco es capaz de purgarla que no se repruebe, persiga o castigue. Por eso, que el delfín no esté protegido por la Comisión Ballenera Internacional, de que Japón es parte, no aprueba ni autoriza que sea tratado con crueldad; ni que se capture tanto que altere su población normal; ni que se capture de cualquier manera; ni que, una vez capturado, sea sometido a estreses innecesarios.

Y tres: que no debe ni va a prohibir la masacre de Taiji porque está amparada por y se realiza según la ley pesquera japonesa. La ley, como toda norma, es producto del ingenio humano. Y como ese ingenio es falible, la norma puede ser correcta o incorrecta, racional o irracional. Puesto que los japoneses tienen tradición de esmerarse cuidando las apariencias, no parece probable –no lo he investigado– que su legislación pesquera apruebe y autorice expresamente la manera como se emboscan, capturan o matan los delfines en Taiji; pero tampoco parece probable que vaya a prohibirla expresamente (autorización tácita o silenciosa, para dar gusto sin llamar mucho la atención). De manera que el gobierno japonés no miente cuando dice que la matanza de Taiji es legal. No miente, pero tampoco se avergüenza de esa barbaridad legislativa. Las normas, como la habitualidad, no enderezan lo que no puede enderezarse y uno no puede ampararse en ellas para actuar como no debe.


Los hamelineses pactaron entre sí no pagarle al flautista; pero que lo hayan pactado, que se hayan dado a sí mismos esa norma y haya actuado en consecuencia, no hace menos incorrecto, malo, (por injusto) que hayan escamoteado el pago. El flautista decidió desaparecer los niños para vengarse; que lo haya decidido, que se haya dado esa norma y haya actuado en consecuencia, no hace menos incorrecto que los haya desaparecido. 

Don Werner Christukat era un muchacho alemán de 19 años que servía como artillero en la compañía de las SS que devastó Oradour-sur-Glane en 1944. Si usted fuese uno de los jueces de la corte del distrito de Colonia, Alemania, que está decidiendo si procesa o no a Christukat por ese crimen de guerra, ¿lo exculparía a causa de la legalidad de la masacre? Le aseguro que el joven Christukat no tenía opción: obedecer o suicidarse. Y que a lo mejor el viejo Werner no ha dejado de dolerse ni un día de su vida por unos daños que causó por esa fuerza mayor que fueron las leyes raciales de Núremberg, la miserable carta de navegación legislativa de la Endlösung der Judenfrage.

Por operar este sofisma canalla: que las cosas no son lo que son sino lo que las personas queremos (¿o quisiéramos?) que sean, estos niños tuvieron la misma mala muerte que tienen cada año los delfines de Taiji por cuenta del malicioso ejercicio de la libertad humana. Bueno, no sé ustedes qué opinen.





El 10 de junio de 1944, estos niños murieron incinerados vivos dentro de la iglesia de Oradour-sur-Glane por los soldados de la tercera compañía del primer batallón de infantería mecanizada, "El Führer", de las SS.  Fotografías del archivo USHMM: http://www.ushmm.org/wlc/en/gallery.php?ModuleId=10007840&MediaType=PH 


7. Adehala.

Y ahora un regalo, que es una curiosidad, para alegrarse y admirarse. Es una anotación de Aristóteles sobre los delfines en su Historia de los Animales [631a9-b3]. Admírese de que haya sido escrita hace más de dos mil años. Traduzco:

De entre los peces marinos se cuentan muchas historias sobre el delfín, que dan cuenta de su naturaleza amable y benévola, y de manifestaciones de su apego apasionado a los muchachos, en y en los alrededores de Tarento, Caria y otros lugares. Dice la historia que, después que fue capturado y herido un delfín frente a la costa de Caria, entró una manada  de delfines y se quedó ahí hasta que el pescador dejó ir a su cautivo, con lo cual se fue la manada. La manada de delfines jóvenes va siempre, por seguridad, seguida de otra grande. En una ocasión fue avistada una manada de delfines, grandes y pequeños, y algunos de ellos, que iban un poco apartados, iban nadando por debajo de un pequeño delfín muerto que se estaba hundiendo, y lo llevaban en sus lomos, intentando por compasión evitar que fuera devorado por otro animal. Se han contado historias increíbles acerca de la rapidez de movimiento de esta criatura. Parece ser el más veloz de todos los animales, marinos y terrestres, y puede saltar más alto que un mástil de barco grande. Esto se manifiesta, principalmente, cuando están persiguiendo un pez para alimentarse; entonces, si el pez intenta escapar, lo persiguen hambrientos hasta las aguas profundas; pero, si su nado de regreso está haciéndose demasiado largo, aguantan la respiración, como calculando su longitud, y se juntan y salen disparados hacia arriba como flechas, intentando hacer rápidamente el salto para respirar, y si hay algún barco cerca, en el esfuerzo saltan su mástil. Este mismo fenómeno se observa en los buceadores,* cuando hacen inmersión profunda; esto es: se juntan y suben a una velocidad proporcional a su fuerza. Los delfines viven en parejas de macho y hembra. No se sabe por qué razón van por sí mismos a vararse en tierra seca. En todo caso, se dice que a veces lo hacen, y sin razón.

 * Aristóteles, entre tantas otras cosas, era gran biólogo y buceador. Les dio nombre a los "moluscos" (malakia) y hay noticia de que llegó a tener la colección de conchas más importante del mundo antiguo. Versiones muy probables dicen que murió en 322 a.c. ahogado en el mar de Calcidia, en la isla de Eubea, donde se había refugiado con sus estudiantes del Liceo huyendo de la persecución que se había desatado en su contra después de la muerte de Alejandro el Grande.

¡Salud!

David Gutiérrez-Giraldo